Juan 19.17-30
¿Quién hubiera jugado la menor de sus posesiones al destino de aquel grupo? Si alguien hubiera dicho que con el correr de los siglos cientos de millones- mucho más que toda la población mundial de entonces- seguirían hablando de aquella cruz y de aquel crucificado, y que le considerarían Dios y Señor, ¿quién no se hubiera reído a carcajadas?
Allí, junto a la cruz, nació la iglesia. Sea o no está una verdad teológica, lo es prácticamente, porque el grupito fue el mismo que concurrió a la tumba y verificó que la muerte era sólo un camino para dar vida a las almas y al movimiento más grande de la historia.
Nació con seres humanos pobres, destituidos, fracasados, deprimidos. Ellos lloraban y no entendían.
Sentían como que todo había terminado, porque aún no habían captado que el poder estaba precisamente por encima de sus cabezas, en aquel que parecía más el símbolo de la muerte que de la vida.
Porque – cosa notable – Dios se complace en elegir hombres y mujeres así (como nosotros), “de lo vil y despreciado del mundo” para llenarlos de su poder y de su luz y transformarlos en sus hijos y en baluartes de su iglesia.
Nació sintiendo el amor de Cristo y el amor recíproco. Cuando esperemos de él una palabra de consuelo o de explicación, recibiremos, como aquellos, un mandamiento, la aplicación práctica de lo que él calificó de “mandamiento nuevo”: amarnos unos a los otros.
Oración: Oh Dios, Padre del crucificado, permíteme estar junto a la cruz y escuchar lo que tengas que decirme, cualquier cosa, sea lo que fuere.