La Purificación
Como expresión de su amor y devoción hacia nosotros, con frecuencia Dios pone su dedo en áreas de nuestra vida donde estamos claramente necesitados. Porque nos ama quiere limpiarnos a fin de que seamos llenos de su vida y su gozo.
Ese es el momento en que nos escapamos de sus manos o comenzamos a desarrollar nuestra relación con Él. Cuando estamos dispuestos a sentarnos en su presencia y dejar que escudriñe nuestro corazón, algo ocurre.
El Señor poda y elimina de nuestra vida lo que no es puro. Sin embargo, si procuramos explicar nuestros problemas cuando nos los señala dedicaremos cada vez menos tiempo a meditar, porque no queremos que Dios nos hable sobre ese aspecto de nuestra vida.
Si no queremos estar a solas con Dios, es posible que sea porque justamente se está ocupando de los aspectos de nuestra vida que sencillamente, no queremos que se conozcan. Nos resistimos a que nos ame.
Cuando dos personas que viven juntas íntimamente tienen algo que marcha mal en la relación, en realidad no tienen necesidad de mencionarlo. Los dos saben lo que es. Cuando estamos en silencio delante del Señor, que quiere hacer algo en nuestra vida aunque las cosas no están bien, obstaculizamos nuestro crecimiento al no ceder ante Él.
Obramos en contra de ese Dios que está de nuestro lado, trabajando por nosotros, alentándonos, edificándonos. De manera que cualquier cosa que trae a nuestra mente es mejor reconocerla, confesarla, arrepentimos y resolverla. Esta es la única forma de mantener la dulce comunión de la meditación.
La purificación personal progresiva fue uno de los atributos principales que hicieron de David un hombre según el corazón de Dios. Todos sabemos que distaba mucho de ser perfecto. Su prontuario como asesino y adúltero lo eliminaría de cualquier púlpito moderno, y sin embargo Jesús se refirió a sí mismo como «linaje de David» (véase Apocalipsis 22.16). ¿Cómo pudo cometer esas graves iniquidades y no obstante recibir semejante respaldo divino?
Creo que fue porque David confesaba y era diligente en arrepentirse cada vez que Dios le señalaba su pecado y lo enfrentaba con él. El Salmo 51 ha servido de conmovedora oración para muchos creyentes que han ofendido a Dios, ya sea consciente o inconscientemente, por cuanto el arrepentimiento de David los ha llevado a desnudar su alma ante el Creador.
Cuando equivocadamente contó a los hijos de Israel por medio de un censo, de inmediato admitió su error. «Después que David hubo censado al pueblo, le pesó en su corazón; y dijo David a Jehová: Yo he pecado gravemente por haber hecho esto; mas ahora, oh Jehová, te ruego que quites este pecado de tu siervo, porque yo he hecho muy neciamente» (2 Samuel 24.10). En lugar de huir de la luz escudriñadora de Dios, David se humilló ante el Señor, confesando su transgresión y pidiéndole que lo limpiara.