Salmo 90.1-17
La eternidad divina. Uno de los atributos de Dios en su inmutabilidad. El no tuvo principio, ni tendrá fin y no cambiará en nada. Aun antes de la creación, él era Dios tal como ahora (2).
Pasan las generaciones humanas, surgen y caen las montañas cambian los hombres en sus pensamientos y actitudes, pero él sigue siendo siempre el mismo.
Esto significa que, no que Dios se haya alejado de la realidad de este mundo, sino más bien que él es un Dios permanentemente ocupado con el devenir de la historia, que, en última instancia es manejada por él.
La fugacidad del hombre. ¡Qué poca cosa son aún los que viven más años! No son mucho más que la “hierba que crece en la mañana” (5b) y nuestros años se acaban “como un pensamiento” (9).
Delante de ese Dios que hemos descrito, mil años, que ninguno de nosotros alcanzará a vivir, son como el día de ayer que nos pareció tan corto (4). El hombre es un ser maravilloso, es la cumbre de la creación.
La coordinación de ambas situaciones. Ello sólo puede venir de parte de Dios y se demuestra en hermosas oraciones en los versículos 12 y 16,17. Primero está la necesidad interior y luego la conciencia de que todo debe ser para su gloria.
Entonces podremos pedir lo que dice como frase final: “La obra de nuestras manos confirma”. ¡Qué nada hagamos sin esa conciencia!
Oración. Mi Dios, que tu obra aparezca en mí, que tu luz, la luz del Dios eterno sea sobre mi de modo que sea confirmada la obra que realicen mis manos; oh sí, Señor, confirma la obra de mis manos.