El hecho es que, cuando Jesús se acercó al lado, ellos “no sabían que era Jesús”. Ni siquiera reconocieron su voz.
Admitamos que “era muy de mañana” y que no tenían cómo imaginar que Jesús apareciera allá en Galilea y a esas horas. Pero, ¿no nos ha ocurrido de no conocer a Jesús cuando nos ha hallado?
Fue por la repetición de una maravilla. Jesús obró el mismo milagro que cuando los llamó al ministerio. La pesca milagrosa era una renovación del llamamiento.
Si al principio les dio un lugar en su obra mostrándoles que serían “pescadores de hombres”, ahora necesitaban comprobarlo de nuevo.
En las bodas de Caná, sus apóstoles creyeron en él por aquel “principio de señales” (Juan 2.11).
Ahora ocurrió lo mismo con su último milagro, reservado para dar un mensaje de poder y ministerio a los suyos.
¿En qué medida nos damos cuenta de lo que él quiere decirnos cuando nos repite los notables episodios del comienzo de nuestro camino con él?
Les ayudó su participación en la vida diaria. ¿Nos sorprende lo que Jesús hizo a continuación?
El gran Señor, el Autor de la creación, se inclinó en la playa ¡para hacer un asado de pescado! No sería la primera vez que Jesús hacía esto.
Sí, se darían los apóstoles, es el mismo Señor con quien hemos comido, caminado, llorado, y reído.
Pero nosotros, ¿cómo reconocemos la presencia de Cristo en las pequeñeces de la vida de todos los días?
Oración. Muéstrate, Señor, con claridad, sea en la grandiosidad de algo como la pesca milagrosa, sea en el detalle de la provisión del alimento diario.