Sant. 5:16; Sal. 30:2; Luc. 11:1; Sal. 27:14.
El doctor William Saldler, psiquiatra, dice que cuándo descuidamos la oración, descuidamos el poder sencillo más grande que existe para curar la enfermedad.
Rehúsa atender a paciente alguno que no crea en Dios, porque piensa que es imposible curar a alguien que no tiene de Quien afianzarse o a Quien amar más allá de sí mismo. Estamos llegando, por decirlo así, a esta alternativa:
Medicina o meditación, y todavía así las primeras no tienen eficacia si no van acompañadas de la segunda.
De ahí que el arte de orar debe aprenderse, pues las fuentes de poder están a la disposición de quienes sepan ese arte. “Si aprendemos a orar”, ésa es la clave. La gente espera resultados sin practicar este arte.
Consideraríamos disparatada a cualquiera persona que de buenas a primeras quisiera tocar un instrumento sin haber aprendido música primero, Un hijo de un misionero de la India compró un organillo de boca y cuando llegó a su casa, llegó llorando y diciendo:
“Ese hombre me engañó. Este organillo no toca el Himno Nacional”. De la misma manera insensata queremos obtener resultados sin ejercitar la práctica de la oración.
Vivimos en un universo abierto. Cuanto es recto es posible si obedecemos las leyes correspondientes y nos relacionamos son sus poderes. De la misma manera que Dios ha dejado a disposición del hombre algunas cosas cuya realización demanda el contingente humano, pues de otro modo no se realizarán, así ha dispuesto que algunas cosas no puedan obtenerse sino mediante la oración. Como dijo Kipling: “Cualquiera podría haberlo oído; pero en voz queda El dijo a ella”. ¿Por qué? Porque estaba preparada para oír.
El arte de la oración comprende tres pasos: (1) Oír, (2) Aprender, (3) Obedecer. Sin los tres la oración será una farsa en lugar de una fuerza.
Si nosotros gastáramos en el aprendizaje del arte de orar la mitad del tiempo que empleamos en el aprendizaje de cualquier otro arte, obtendríamos un resultado diez veces mayor.