De esa manera cada palabra y cada acto suyo eran la revelación y la representación del Padre que le había enviado.
Por un lado, esto demuestra la magnífica perfección de nuestro Señor, y por otro, se ve el triste contraste con nuestra propia imperfección.
Así como él era divinamente perfecto, también lo eran sus palabras y sus obras. No había diferencia entre sus dichos, hechos y obras. Por eso cuando los judíos le preguntaron: ¿Tú quién eres?, él contestó: Lo que desde el principio os he dicho. Él era la verdad, hablaba la verdad y la manifestaba; o dicho de otro modo, él era la verdad en persona.
A menudo nuestras palabras no son veraces o no contienen toda la verdad, o al contrario, van más allá de ella. ¡Cuántas veces deshonramos al Señor por este motivo! En cambio cada palabra del Señor Jesús era la verdad, por eso era al mismo tiempo un rayo de su gloria personal y una revelación del Padre.
Y este también era el caso para cada una de sus obras. Por eso pudo decir: Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras (Juan 14:10).
¡Qué privilegio de tener a un Amigo tan veraz!