Mi hija Heidi acababa de cumplir cuatro años. Por aquel entonces tuve que inyectar a su madre una serie de inyecciones de hígado muy dolorosas.
Una tarde, la niña vio cómo su mamá se aguantaba el dolor al penetrar lentamente el líquido de la jeringuilla.
Llena de compasión por su mamá, me pidió con inexplicable ternura: «Mañana me la pones a mí, papá, y así mamá no tendrá que sufrir tanto».
La niña no entendía que no podía sufrir ella en sustitución de su mamá, a pesar de que estaba dispuesta porque la amaba. Pero Cristo, que es el Hijo de Dios y nos amaba, padeció por nosotros, «el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1ª Pedro 3:18)