La lucha Interior

La lucha interior es un conflicto que todo creyente conoce bien.

La lucha interior tiene un propósito: llevarnos a depender totalmente de Jesús. Él no solo nos perdona, sino que nos transforma. Aunque la batalla continúe en esta vida, ya no estamos condenados (Romanos 8:1), porque en Cristo somos más que vencedores (Romanos 8:37). La lucha no define nuestro destino; la gracia de Dios sí.

En Romanos 7:18, el apóstol Pablo expresa una profunda verdad sobre la condición humana: “Y yo sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo”.

Este versículo captura la esencia de la lucha interna que todo creyente enfrenta: el conflicto entre el deseo de obedecer a Dios y la tendencia humana al pecado.

1. La realidad de la naturaleza pecaminosa

Pablo reconoce que, a pesar de su conversión y su amor por la ley de Dios, aún hay una fuerza dentro de él que lo empuja hacia el mal. Esta “carne” no se refiere solo al cuerpo físico, sino a la naturaleza caída que heredamos desde Adán (Romanos 5:12).

Aunque el Espíritu Santo mora en el creyente (Romanos 8:9), la inclinación al pecado no desaparece por completo en esta vida. Esto nos humilla, recordándonos que sin Cristo, estamos esclavizados al pecado (Juan 8:34).

2. El anhelo por el bien vs. la incapacidad de cumplirlo

Lo más doloroso de esta lucha es la frustración que genera: “el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo”. Pablo no habla como alguien que se resigna al pecado, sino como alguien que anhela la santidad pero tropieza.

Esto refleja la paradoja del cristiano: somos justificados por fe (Romanos 5:1), pero aún batallamos contra hábitos, pensamientos y pasiones contrarias a Dios. Esta tensión nos enseña que la santificación es un proceso, no una instantánea.

3. La esperanza en medio de la lucha

Aunque este pasaje parece sombrío, su propósito es llevarnos a la dependencia de Cristo. Pablo no se queda en la derrota; en Romanos 8:1 proclama: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”. La lucha misma es evidencia de que el Espíritu está obrando en nosotros (Filipenses 2:13). Cuando fallamos, no debemos desesperarnos, sino acudir a la gracia (Hebreos 4:16).

¿Cómo vivir en esta tensión?

Romanos 7:18 nos invita a:

  • Reconocer nuestra debilidad: Negar el pecado que habita en nosotros es engañarnos (1 Juan 1:8).
  • Clamar a Cristo: Él es nuestra justicia (1 Corintios 1:30) y nos fortalece (Filipenses 4:13).
  • Perseverar: La lucha no define nuestra identidad; somos hijos de Dios (Romanos 8:14-15), y Él completará su obra en nosotros (Filipenses 1:6).

La paradoja del cristiano: justificados pero en proceso

Esta tensión entre nuestra justificación por fe y nuestra lucha diaria contra el pecado revela una verdad profunda del Evangelio: Dios nos declara justos en Cristo (Romanos 5:1), pero al mismo tiempo nos llama a crecer en santidad (1 Pedro 1:15-16).

No somos salvos por nuestras obras, pero somos salvos para buenas obras (Efesios 2:8-10). Esa es la belleza de la gracia: Dios nos acepta tal como somos, pero no nos deja como estamos.

La santificación: un proceso de dependencia

Si la santificación fuera instantánea, caeríamos en el orgullo espiritual o en la desesperación ante nuestras caídas. Pero Dios, en su sabiduría, permite que la lucha continúe para que aprendamos a depender de Él día a día (2 Corintios 12:9).

Cada vez que tropezamos, descubrimos que su gracia es más fuerte que nuestro pecado (Romanos 5:20), y cada pequeña victoria es testimonio de su poder obrando en nosotros (Gálatas 2:20).

El equilibrio bíblico: gracia y responsabilidad

Esta paradoja nos guarda de dos extremos: el legalismo (creer que nuestra perfección nos hace aceptables) y el libertinaje (usar la gracia como excusa para pecar).

En cambio, nos lleva a vivir en gratitud, sabiendo que, aunque aún no somos lo que seremos (1 Juan 3:2), ya somos de Cristo, y Él nos transformará (Filipenses 1:6). La lucha no es señal de fracaso, sino de que el Espíritu Santo está actuando, llevándonos a la madurez en Él.

Pablo termina este capítulo con un grito de auxilio: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará…?” (Romanos 7:24), pero la respuesta ya la sabe: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (v. 25). En nuestra batalla diaria, Él es la victoria.

La honestidad de Pablo en Romanos 7 nos consuela. No estamos solos en la lucha, y nuestra debilidad no es el final de la historia. Cristo, que venció al pecado, nos asegura que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Romanos 5:20).

Sergio García