Nuestra Relación con Dios
El primer factor, nuestra relación con Dios, afecta lo que oímos cuando oramos y escuchamos. El único mensaje que puede recibir el incrédulo de parte de Dios es que siendo un pecador tiene que buscar a Jesús como su Salvador.
Mientras esa persona no conozca a Cristo como su Mesías, no oirá la voz de Dios hablándole sobre ningún asunto que no sea la salvación.
¿Qué pasa con los creyentes? ¿Cómo influye nuestra relación con el Señor en lo que oímos? Esa relación tiene dos aspectos. En primer lugar, somos salvos. Cuando por fe recibimos al Señor como nuestro Salvador, dice la Biblia que nacemos de nuevo.
Somos sacados del reino de las tinieblas y trasladados al reino de la luz. Nos hacemos hijos de Dios. Nuestra experiencia de salvación representa el comienzo de nuestra relación con Él.
La segunda parte de esa relación es nuestra identificación. Nuestra salvación se ocupa de nuestra seguridad eterna y nuestra identificación de nuestro andar diario victorioso. Por identificación quiero decir que la vida de Cristo pasa ahora a ser mía y que la mía es suya.
«Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gálatas 2.20). Lo que le pasó a Cristo en el Calvario me pasó a mí. Cristo fue crucificado y yo fui crucificado. Cristo fue sepultado y yo fui sepultado. Cristo fue levantado y yo fui levantado. La identificación es el himno lema de Romanos 6.
Cuando nos identificamos con Cristo y aceptamos que por la fe el poder del pecado ha sido quebrado, estamos en libertad para andar en el Espíritu, somos liberados para ser las personas que Dios quiere que seamos.
Se trata de que Cristo Jesús vive su vida en nosotros y a través de nosotros como individuos. Nuestra relación con Él consiste en que somos salvos, perdonados, aceptados; somos hijos de Dios.
En la cruz estamos seguros. Podemos contar con la paz y la seguridad de que nuestro andar diario le resulta agradable y honorable a Él. Ambos aspectos de la relación, la salvación y la identificación, hacen una gran diferencia en cuanto a lo que le oímos decir a Dios.
Quien está seguro y a salvo en el amor del Señor, y es sostenido por su gracia, ya no escucha hablar a un Dios distante. Ahora escucha a quien lo ama en tal medida que lo involucra en una relación personal y en esto radica la diferencia. Ya no nos acercamos a Él a tientas e implorando, con la duda de si seremos aceptados en su presencia o no.
Mediante mi identificación con el Señor, me acerco sabiendo que he sido aceptado, no por mi comportamiento sino porque he creído en Él en razón de lo que Él ya ha logrado. Por ello tengo la posibilidad de acercarme a Él con plena confianza y certidumbre. Ahora es mi Sumo Sacerdote personal, fiel y misericordioso. Es mi Padre, con el cual disfruto de íntima comunión.
Ya no tengo que quedarme en pie en la parte exterior, procurando atisbar su presencia. Jesús ha pagado el precio de admisión mediante su sangre derramada, de modo que soy ahora miembro legítimo de su propia familia, con derecho a sentarme ante su presencia sintiéndome seguro en mi carácter filial. Oigo su voz porque soy «oveja de su prado» (Salmo 79.13).