Hebreos 4.16; 6.9-12; 10.39.
La ciencia corrobora esta verdad. Un doctor me decía: “Si las tres cuartas partes de mis pacientes encontraran a Dios, se curarían”. Un psiquiatra en Hollywood, a quien pagan con largueza sus clientes, gente perturbada del mundo fílmico, la dijo a un amigo: “La mayoría de mis enfermos no me necesita; lo que les hace falta es sentarse en el banco de los dolientes; necesitan a Dios.
Siendo esto cierto, ¿porqué no somos más los que encontramos a Dios y vivimos a su amparo? He aquí una razón: El permitirle asiento en nuestro corazón al mal convierte a Dios en algo irreal. No podemos saber de Dios más de lo que estamos dispuestos a poner en práctica; nada más.
Otra razón es la falta de una fe apta. Pablo dice: “En El vivimos, nos movemos y somos”. Nosotros vivimos y nos movemos en Dios, porque El es el inescapable. Sólo podemos negarlo con los poderes que El mismo nos da.
Por fuerza tenemos que vivir y movernos en El, aun cuando nos hallamos tratando de ahogarlo en nuestra vida. Y sin embargo, no tenemos “nuestro ser en El”.
Las raíces que nos alimentan son superficiales; nuestra vida no ha echado sus raíces en Dios. No tenemos nuestro ser íntimo en El. No nos adjudicamos sus maravillosos recursos. Fallamos precisamente por eso, porque dejamos de adueñarnos de esos recursos cuando esto es lo más sencillo que podemos hacer.
Jesús nos dice: “Creéis, creed en Dios, creed también Mí”. (Juan 14.1). Fijémonos: “Creéis”. La creencia es el hábito de nuestra vida; hay que creer para vivir. Si comenzáramos un día no creyendo nada, lo primero que haríamos sería no desayunar, temerosos de que se hubiera puesto veneno a nuestro desayuno.
El comer es un acto de fe en la persona que prepara la comida. No iríamos a la escuela, porque no tendríamos la seguridad de encontrar al maestro. El ir a la escuela es un acto de confianza en el maestro.
Todo el día ejercitamos nuestra Fe. Vivimos por la fe. La vida se paraliza sin la fe. De ahí que Jesús nos diga: “Creéis, creed en Dios”. Así pues, si creemos, creamos en lo más Alto: en Dios. ¿Por qué desperdiciar nuestra fe en pequeñeces y dejar de brindársela al Altísimo?
Oh Dios, ya puedo ver que la fe no es algo extraño que se introduce en nosotros. Debo vivir por fe o no vivir en lo absoluto. Me adjudico esta necesidad de la vida y la deposito en Ti, en Ti que eres el origen mismo de mi vida. Desde este momento ya no solo vivo y me muevo en Ti, sino que te entrego mi propio ser. De ti derivo mi vida. Amén.
Tomado del libro: Vida en abundancia.