Un famoso evangelista gitano conducía una misión e Aberdeen. Al fin de la misma, sintió que una mano tiraba una y otra vez de su americana, y pensó que alguno quería hablar con él.
Ocupado en despedir a la multitud, apenas prestó atención, hasta que los tirones fueron tan seguidos que no tuvo más remedió que ocuparse de ello.
Volviendo el rostro, vio a su lado arrimado a su rodilla, a un niño, quién con una mano se cogía a la pernera de su pantalón, mientras con la otra se esforzaba en ofrecerle un caramelo envuelto en su papel dorado.
– ¿Qué deseas pequeño? —-le preguntó.
– Deseo que usted quiera comer mi caramelo, señor.
– ¿Por qué lo deseas, pequeño?
– Oh, querido señor: Mi padre era muy malo, muy malo, y bebía…
Y nos pegaba mucho. Ahora se ha convertido y es muy bueno, muy bueno, y nunca nos a maltratado más… Y yo quiero que usted que lo convirtió, se coma mi caramelo, ¿Quiere usted, señor? Conmovido, el buen siervo de Dios, tomó el caramelo, lo partió en dos, y le dio la mitad al pequeño, comiéndose el resto, muy gozosos los dos.