La Ley establecía una distinción entre la pureza legal y la santidad (Lv. 10:10). Un animal, por ej., es limpio o inmundo, lo cual no implica ninguna idea de santidad o de pecaminosidad.
La impureza legal, si era adquirida involuntariamente, no era equiparada a una falta moral. La impureza provocaba la exclusión del santuario (Lv. 7:20, 21) y de la comunidad, pero no interrumpía la relación con Dios mediante la oración.
Las prescripciones que definen la impureza son frecuentemente reforzadas por la orden: «Seréis santos, porque yo soy santo» (Lv. 11:44, 45). Al guardarse de las impurezas, el israelita se hacía consciente de que había sido apartado para servir al Señor.
La impureza legal era símbolo del pecado. La Ley distinguía además entre lo físicamente propio y la pureza ceremonial o legal. La higiene era necesaria para la salud y la vida comunitaria de los israelitas con independencia de las demandas ceremoniales.
Pero la idea fundamental es que los hijos de un Dios santo tienen que alejarse de toda contaminación espiritual y física, para acercarse al Señor debían buscar esta doble purificación (Éx. 19:10-11, 14; 30:18-21; Jos. 3:5).
Causas de la impureza ceremonial:
(a) Contacto con un cadáver (Nm. 19:11-22). Esta infracción era la más grave, por cuanto se relacionaba con la consecuencia última del pecado (la muerte del hombre, la disolución del cuerpo).
La contaminación contraída hacía inmunda a la persona durante siete días, y sólo podía ser levantada mediante el agua de la purificación. La manipulación de las cenizas de la vaca alazana, necesarias para la preparación de esa agua, hacía que el sacerdote fuera impuro hasta la noche (Nm. 19:7-10); el contacto con un hombre inmundo también contaminaba (Nm. 19:22).
(b) La lepra era causa de exclusión de la comunidad (Lv. 13:14). Los enmohecimientos sobre tejidos o paredes eran asimilados a la lepra. El leproso era separado de su familia y de la sociedad (Lv. 13:46). Su purificación precisaba de un rito particular, con sacrificio de expiación y holocausto.
(c) Las emisiones, naturales o mórbidas, provenientes de los órganos genitales (Lv. 15). La mujer era considerada impura durante los días de su menstruación y los ocho días siguientes (Lv. 15:19, 25-28; 20:18).
Después del alumbramiento estaban prohibidas las relaciones sexuales, por el mismo estado de «impureza», durante 40 días como mínimo (Lv. 12:2, 4), lo que se corresponde de manera precisa con las recomendaciones de la medicina moderna.
En cuanto a la procreación en sí misma, no es considerada en absoluto como pecado, por cuanto ha sido ordenada por Dios (Gn. 1:27-28). Sin embargo, el salmista exclama: «He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre» (Sal. 51:5), porque a causa de la caída, un hombre y una mujer pecadores sólo pueden tener hijos a su semejanza (cfr. Jb. 14:4; Ef. 2:3).
(d) El consumo de la carne de un animal inmundo; el simple contacto con su cadáver o con el cadáver de un animal puro no sacrificado conforme a las ordenanzas ceremoniales (Lv. 11:27-28).
La purificación no era una mera medida de higiene, exigiendo lavar en agua el cuerpo u objeto contaminado (Lv. 11:28; 15:27, etc.); constituía un acto religioso, basado en la expiación necesaria para el restablecimiento de la comunión con el santo Dios.
Se ha mencionado el agua de la purificación hecha con las cenizas de una vaca ofrecida como expiación (Nm. 19:11-13). Además, era necesario un sacrificio de expiación individual para la que había sido madre (Lv. 12:6-8), para el leproso (Lv. 14:4-20), para el hombre o mujer enfermos (Lv. 15:13-15, 28-30).
El sentido profundo de todas estas enseñanzas se resume en Lv. 15:31: los creyentes tienen que librarse de toda impureza que contamine el santuario y que conduce a la muerte espiritual así como física.
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