Generalmente mencionada como parábola, es una narración de Jesús registrada en el evangelio de Lucas (Lc. 16), y es en realidad una historia seguramente acontecida en el mundo real.
No queda en un marco inconcreto, sino que se da el nombre propio de uno de los personajes. El perdido queda en el anonimato, quizás indicando el absoluto olvido, la ausencia de posteridad para los que sufren la terrible suerte de la condenación eterna.
Lázaro estaba a la puerta del rico, esperando poder alimentarse de sus sobras; los perros lamían las úlceras del mendigo. Jesús no hace comentario alguno sobre su carácter ni sobre el del rico.
Los dos murieron: los ángeles llevaron a Lázaro al seno de Abraham, en tanto que el rico se encontró en un lugar de tormento. El hecho de haber sido rico no es en absoluto lo que determinó la suerte final de estos dos hombres.
El rico parece haber vivido en la más total imprevisión espiritual, en el materialismo y en un total egoísmo. Sus hermanos, como indudablemente sucedió con él mismo, no se tomaban en serio ni a Moisés ni a los profetas, y no se iban a arrepentir (Lc. 16:27-31).
En todo caso, es evidente que tanto el destino último del rico como del pobre fue consecuencia de sus actitudes morales y espirituales. Jesús enseña también de una manera solemne que la suerte del hombre queda fijada definitivamente en el instante de su muerte.
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