Promesa: La lengua hebrea no conoce ninguna palabra que corresponda al término promesa, o al verbo «prometer». Sin embargo, la noción es común. Ciertos verbos ordinarios, como «deducir» y «hablar», hacen comprender que una palabra pronunciada por Dios tiene el valor de una promesa solemne. La palabra de Dios, una vez pronunciada, es verdad. Y Dios mantiene su palabra. Dos ejemplos clásicos son:
1. El → pacto de Dios con Abraham (Génesis 13:14–17): el anuncio de una posteridad numerosa y el don de la tierra de Canaán.
2. La promesa hecha a David de conservar el reino para sus descendientes (2 Samuel 7:12, 28, 29), y la cual se repite a lo largo de la historia del pueblo de Israel.
El recuerdo de estas promesas permanece vivo en la tradición de Israel: el reinado de Dios será el don perfecto de la promesa hecha a Israel (Jeremías 32:37, 38; Ezequiel 28:25, 26; 37:25–28). Y el rey eterno que gobernará al pueblo será un nuevo David (Jeremías 23:5; Ezequiel 34:24; 37:24, 25).
La promesa ocupa un lugar central en el Nuevo Testamento, pues este proclama que las promesas que Dios hizo en otro tiempo a los patriarcas y al pueblo de Israel se cumplen en Jesucristo. «Todas las promesas de Dios son «sí» en Él» (2 Corintios 1:20). El evangelio consiste en proclamar que las promesas se cumplen en la persona de Jesús (Romanos 1:2, 3). En el Nuevo Testamento las promesas apuntan a la dignidad de hijos de Dios (Romanos 9:8), a la herencia (Gálatas 3:18, 29), al Reino (Santiago 2:5) y a la vida eterna (Tito 1:2).
¿Quiénes se beneficiarán de la promesa divina? Primeramente el pueblo de Israel (Romanos 4:13; 9:4), pero el nuevo pacto no excluye a ninguna persona. La verdadera posteridad de Abraham no son sus descendientes según la carne, sino los que viven la misma fe que él, cualquiera que sea su origen (Romanos 4:16).
Dudar del poder de Dios para ejecutar lo que ha prometido es atentar contra su gloria (Romanos 4:20–21). Por esto, la herencia está reservada a los que se apropian por la fe de la palabra del evangelio (Hebreos 4:12). El cumplimiento de la promesa depende solo de Dios y no de los esfuerzos del hombre (Romanos 4:16). Todo el que intenta obtener la herencia mediante la observancia de la Ley, anula la promesa, porque se comporta como si la promesa no tuviera valor (Romanos 4:13, 14; Gálatas 3:18).