o imagen. Representación mediante una imagen, escultura, u otro medio, de una persona o animal o cosa, a fin de hacer de ello un objeto de adoración, o bien la morada de una divinidad (Éx. 20:4, 5, 23; Jue. 17:3; 1 S. 5:3, 4; Ro. 1:23). Se hacían ídolos de plata, de oro (Sal. 115:4; 135:15), de madera o de otros materiales (Is. 44:13-17).
Los ídolos de metal se hacían vertiendo el metal fundido en un molde, que en este caso recibían el nombre de estatuas o imágenes de fundición. Otros tipos de ídolos se hacían tallando la madera, que era a continuación dorada, plateada o policromada. De piedra o madera, estas representaciones, trabajadas con instrumentos de corte, reciben el nombre de imágenes de talla o esculpidas.
Isaías y Jeremías describen su fabricación (Is. 40:19, 20; 44:9-20; Jer. 10:9). Las estatuillas representaban, entre otros, a los dioses domésticos, llamados «terafim» (Gn. 31:34; 35:1-4). Había ídolos que tenían las dimensiones de un ser humano (1 S. 19:16). Otros, como el que Nabucodonosor erigió en el valle de Dura, eran de dimensiones colosales (Dn. 3:1).
En el siglo IV d.C., cuando los paganos fueron introducidos en masa en la iglesia, entraron con ellos imágenes en algunos edificios cristianos, pero sólo, se dijo, para ornamentación y para la instrucción del pueblo. En el año 736, el emperador de Bizancio León III, el Isáurico, promulgó los edictos contra las imágenes. En el año 780, la emperatriz Irene volvió a introducirlas en la iglesia de Oriente, lo que fue ratificado en el año 787 por el segundo concilio de Nicea.
La iglesia de Roma alienta igualmente el culto a las estatuas y representaciones de Cristo, la Virgen María y los santos. Ello es justificado afirmándose que estos últimos son venerados, en tanto que sólo se adora a Dios y a su divino hijo. Sin embargo, la ley de Moisés prohibía totalmente hacerse ninguna
representación que pudiera usarse para darle culto, fuera de hombre, mujer, o de lo que fuera (Dt. 4:15-18, 23-24). El segundo mandamiento del Decálogo es uno de los más largos y solemnes (Dt. 5:7-10), e insiste en la prohibición de servir a las imágenes y de postrarse ante ellas.
Así, queda prohibido levantarlas sobre altares, arrodillarse ante ellas, y ponerles cirios, dirigirles oraciones, y llevarlas en procesión. Estas prácticas proceden del antiguo paganismo, siendo totalmente extrañas al cristianismo. Por otra parte, el Señor es un Dios celoso, que reclama nuestra adoración y culto de una forma exclusiva.
En el gobierno de Dios, se anuncia el castigo hasta la cuarta generación a aquellos que desobedecieran esta orden formal. Los israelitas cayeron en el pecado de quemar incienso ante la serpiente de bronce hecha por Moisés en el desierto (Nm. 21:4-9), por lo que el rey Ezequías la hizo pedazos para dar fin a esta idolatría (2 R. 18:4). El NT indica las razones espirituales de prohibiciones semejantes.
Ante todo, Cristo es nuestro único mediador e intercesor todopoderoso, y es una ofensa a él y una insensatez dirigirse a las criaturas tanto o más que a Él (Hch. 4:12; Ro. 8:31-34; 1 Ti. 2:5 He 7:24-25; 9:24). Por otra parte, si bien es evidente que una estatua no es nada más que un poco de mármol, de metal o de escayola, Pablo indica que el culto ofrecido al ídolo es en realidad ofrecido a los demonios (1 Co. 10:19-22).
Esta palabra puede parecer muy dura, pero está claro que un acto religioso prohibido no puede redundar más que en provecho del enemigo. Un enemigo que empuja a la adoración idolátrica para que los hombres pierdan de vista al Dios único y verdadero, y para atraerlos a las redes de los poderes demoniacos que se agazapan tras los ídolos.
Queda el hecho de que tanto la Virgen como los «santos» representados por imágenes son muertos, aún no resucitados (Jn. 6:40; 1 Co. 15:22, 23). El AT prohibía, bajo pena de anatema e incluso de muerte, la búsqueda de contacto con los difuntos, incluso si habían sido creyentes (Lv. 20:6, 27; Dt. 18:10-14; 1 S. 28:3-19; 1 Cr. 10:13-14; Is. 8:1920).
A un nivel espiritual, es evidente que se puede llegar a tener otro tipo de verdaderos ídolos. Todo lo que en nuestro corazón tome el lugar debido a Dios, sean personas o cosas, son ídolos. El amor al dinero, la avaricia, la codicia, la glotonería, todo ello son formas de idolatría (Mt. 6:24; Lc. 16:13; Ro. 16:18; Ef. 5:5; Col. 3:5; Fil. 3:19; 2 Ti. 3:4).
Los hombres del siglo XX tienen de sí mismos el concepto de que son mucho más refinados que los de la antigüedad, pero no son por ello menos idólatras. Los dioses a los que sirven son Mamón, Venus, el Deporte, el Estado, el Poder, el Yo, que ponen a la criatura, con su orgullo y apetitos insaciables en pos de placeres, en lugar del Creador (Ro. 1:25).
Huyamos, pues, de los ídolos y de toda idolatría, tanto externa como interior (1 Co. 10:7; Ro. 2:22; 1 Jn. 5:21). El único medio de conseguirlo será dando nuestra adhesión de todo corazón al maravilloso Dios, nuestro Creador, que nos amó hasta el punto de dar a su Hijo unigénito por nosotros, y que busca nuestra adoración en Espíritu y en verdad (Jn. 4:23-24).
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