Vida sin fin, exenta de muerte y de aniquilación. Por definición, Dios es el único que tiene inmortalidad (1 Ti. 1:17; 6:16). Solamente Él es esencialmente eterno (Sal. 90:2), como lo son el Hijo (He. 13:8) y el Espíritu Santo (He. 9:14).
A. La inmortalidad del hombre o del alma humana.
En la actualidad es cosa corriente su negación, con la justificación de que sólo Dios posee este atributo (1 Ti. 6:16). También los hay que presentan el texto de Ez. 18:4, «el alma que pecare, ésta morirá». (Cfr. Ro. 6:23: «Porque la paga del pecado es muerte.»).
Según se argumenta, así como la muerte provoca la descomposición del cuerpo, así también aniquila el alma pecadora; en base a esta postura, la doctrina de la inmortalidad del alma, lejos de ser bíblica, se basaría en las doctrinas paganas, especialmente las griegas.
Para los condicionalistas, nuestra inmortalidad está totalmente sometida a la condición de la fe: el hombre, mortal por naturaleza, es solamente un candidato a la inmortalidad, y su «inmortalización» sería la meta de la redención. La existencia de los pecadores, prolongada más allá de la tumba, sería sólo transitoria, y llegaría finalmente a su extinción.
Es cierto que los griegos, con Platón de manera particular, creían en la supervivencia del alma, pero de manera bien diferente a la indicada en las Escrituras. Para ellos el alma ya existía antes de la concepción, siendo de esencia divina e inmortal.
Al incorporarse a un cuerpo, quedaba encarcelada, y la «salvación» viene a ser para ella su liberación de la corporalidad. Si el alma ha quedado totalmente purificada, vivirá sin cuerpo por toda la eternidad.
Es evidente que tales teorías constituyen una negación de la noción bíblica de la resurrección del cuerpo, ligada a la regeneración del alma, que no es ni divina ni preexistente antes del inicio de la vida humana.
B. La enseñanza de las Escrituras.
Dios sólo posee la inmortalidad, de la misma manera que sólo en Él está «la vida», la fuente única de toda existencia (Jn. 1:4; 14:6; Hch. 17:28). Pablo no dice que solamente Él es inmortal. Posee esta inmortalidad, y la otorga como un don a las criaturas hechas a su imagen (Gn. 1:27).
Los textos bíblicos afirman de una manera evidente lo siguiente:
(A) Hay otra vida en el otro mundo para los justos e injustos. Según Jesús, los patriarcas desaparecidos ya durante tanto tiempo seguían vivos (Lc. 20:37-38). Los injustos continúan existiendo en la morada de los muertos (Is. 14:9-10; Ez. 32:21-32).
El término usado en Ez. 18:4 se clarifica si se lee toda la frase: «He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía; el alma que pecare [es decir, la persona que peque, aquella que sea culpable], ésa morirá.»
Este texto, así, no indica en absoluto una aniquilación del pecador en el otro mundo. Cristo enseña que los no arrepentidos, a su partida de la esfera terrenal, se hallan plenamente conscientes en un lugar de tormentos (Lc. 16:19-31).
(B) La existencia más allá de la muerte física no tendrá fin, ni para salvos ni para perdidos. Naturalmente, la vida eterna de los elegidos no tendrá fin, pero el castigo de los réprobos tendrá la misma duración (Dn. 12:2; Mt. 25:46; Ap. 14:10-11; 20:10).
(C) El término inmortalidad, cuando se refiere al hombre, es aplicado al cuerpo resucitado, no al alma (1 Co. 15:53 b). Es el cuerpo corruptible lo que se corrompe y disuelve, y es el cuerpo lo que necesita llegar a la incorruptibilidad e inmortalidad. En cuanto al alma, si bien conoce «la muerte espiritual», no deja de existir, ni en este mundo ni en ultratumba. Se puede decir, así, que el hombre recibe:
(I) a partir del comienzo de su vida, con su alma, la existencia sin fin;
(II) con el nuevo nacimiento, en su espíritu, la vida eterna;
(III) en la resurrección, en su cuerpo, la inmortalidad.
(D) Es también indudable que los ángeles son espíritus llamados a una vida sin fin.
La Escritura no habla de la inmortalidad limitada al alma, sino del hombre creado a imagen y semejanza de Dios. El creyente ya tiene ahora la vida eterna (Jn. 5:24; 17:3); a su muerte, su alma pasa a la presencia del Señor (1 Co. 5:3; cfr. 2 Co. 12:2), gozando conscientemente de su compañía (cfr. Lc. 16:22-25); en la resurrección, su cuerpo recibirá la inmortalidad prometida (1 Co. 15:53 b).
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