(a) SENTIDO RELIGIOSO.
La inspiración, en el sentido religioso de la palabra, denota un hecho de orden psicológico: la toma de posesión, más o menos completa, del alma humana por parte del Espíritu de Dios.
En el fenómeno de la inspiración, Dios introduce su Espíritu en el espíritu del hombre. Para designar este acto, tanto Pablo como los escritores del NT en general emplean indistintamente los términos «apocalipsis» o «pneuma» (revelación o soplo, 1 Co. 2:10; Gá. 1:11-12; 2 Ts. 2:2).
«La inspiración es un soplo que hinche las velas del ser moral», escribía F. Godet («Revue Chrétienne», 1 abr. 1982, p. 255, «Révélation»). Es el soplo divino que ejerce su acción, en grados variables, sobre la personalidad humana.
Se resuelve en un estado, el estado del hombre en el que Dios da de una manera particular la luz de su Espíritu («spiritus», «pneuma»). La inspiración hace del hombre natural («psuchikos», psíquico), incapaz de discernir las cosas de Dios, un hombre espiritual («Pneumatikos», neumático), que recibe su revelación con la capacidad de transmitirla en «palabras (gr. «logoi») ... que enseña el Espíritu» (1 Co. 2:13-16).
Esta intervención divina puede aparecer como una especie de contemplación o de éxtasis; sin embargo, y de una manera general, la inspiración, que sitúa al hombre en una atmósfera propicia a la receptividad de lo divino, es esencialmente «creadora» o, más exactamente, «reveladora».
Toda revelación, en el sentido bíblico de la palabra, nos aparece como el producto más o menos directo de la inspiración. Dios pone su Espíritu en el hombre para instruirlo en alguna verdad que ignora, para comunicarle esta verdad.
No puede haber ninguna confusión entre revelación e inspiración: ésta es el medio, en tanto que la revelación es el objetivo. La revelación implica, presupone la inspiración, gracias a la que aquélla se da.
Toda revelación es una comunicación que Dios da al hombre. Por la inspiración, es decir, por la acción de su Espíritu sobre el espíritu del hombre, Dios da a este último la capacidad de recibir e interpretar esta comunicación.
Esto es lo que quiere decir Pablo cuando habla del conocimiento de las cosas de Dios y de la recepción de las cosas del Espíritu de Dios, hecho todo ello posible por el Espíritu de Dios (1 Co. 2:9-16).
No tenemos que analizar aquí el proceso psicológico que va desde el acto revelador de Dios a la asimilación de la revelación. Será suficiente señalar que, en base a las Escrituras, la inspiración divina es el instrumento de dos géneros de revelaciones:
(A) Revelaciones particulares, que interesan sobre todo a un medio, a una época, a un colectivo (por ej., la orden del Señor a Jacob de que no tomara mujeres cananeas, sino que fuera a Mesopotamia, Gn. 28:1; visión del centurión Cornelio, Hch. 10).
Estas revelaciones pueden aplicarse, por los principios que enseñan, mucho más allá de su objeto primario, pero interesaban en principio al individuo o medio inmediato de aquellos que las recibían,
(B) Revelaciones presentando un carácter universal, que interesan a la humanidad entera. Su objeto, como en toda revelación particular, sigue siendo Dios, su voluntad, su plan de salvación, su gracia. Sin embargo, en lugar de ser de aplicación primaria a un solo individuo o a una colectividad limitada o a una época particular, estas comunicaciones se aplican a todos los hombres.
Se imponen como una expresión definitiva, normativa absoluta de la voluntad de Dios. Se trata entonces de lo que se llama la Revelación, o Revelación general.
Así, cuando el Señor se apareció a Moisés en la zarza ardiendo, se trata de la Revelación, en lo que ella conlleva de más intangible y más universal.
La Revelación de Horeb aporta a Israel, y por Israel al mundo entero y a todas las edades, el sentido real y profundo del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. En YHWH se define, en su esencia y significado eterno, no sólo el Dios del Decálogo y de todo el Antiguo Testamento, sino también el Dios de Jesucristo, que es Espíritu y Vida.
La cumbre de la Revelación es la persona de Cristo. Y Jesucristo es también el instrumento por excelencia de la Revelación; y, en tanto que manifestación histórica y universal de Dios, puede ser llamado «La Revelación» en su expresión soberana.
Esta Revelación es a la vez el hecho constituido por el milagro de la encarnación, y el fruto de la inspiración cuando se contempla a la luz de las predicaciones proféticas.
En lo que a nosotros concierne como creyentes, la inspiración siempre tiene que ver en la lectura e interpretación de la Revelación, es decir, de la Palabra de Dios. Por la iluminación de su Espíritu, Dios no da nuevas revelaciones, sino que nos revela el significado y el poder de la palabra para nuestra vida y testimonio.
Gracias a la iluminación, la Palabra de Dios se nos hace inteligible y directamente personal: «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Ro. 8:16). Para el creyente ante las Escrituras, la inspiración se traduce en el testimonio interior del Espíritu Santo.
(b) Inspiración de las Escrituras.
Siguiendo a Pablo (2 Ti. 3:16) el término de inspiración de las Escrituras designa un acto estrictamente divino («theopnéustico»), el acto del Espíritu de Dios mediante el cual tanto la Revelación general como las revelaciones especiales de Dios, han quedado registradas en el texto escrito de la Biblia.
Designa, de una manera aun más particular, el acto mediante el cual este texto ha llegado a ser en su letra, en toda su letra («pasa graphe»), el vehículo material de un mensaje sobrenatural, del mensaje de Dios.
Así, se trata de una operación divina en la que la Escritura, en todas sus partes, ha sido dada a los hombres por medio de los redactores sagrados, como expresión única e infalible de la verdad y voluntad de Dios. Éste es el sentido de la inspiración de las Escrituras.
(c) Naturaleza de la inspiración.
La antigua noción de una inspiración literal, considerándola como un mero «dictado», que hacía de los redactores sagrados unos meros transmisores mecánicos de un mensaje «caído del cielo», con «sus letras, puntos y signos ortográficos», reducía a la nada la individualidad de los redactores, y no se ajusta a la realidad de las Escrituras, las cuales no justifican una tal concepción literalista (= inspiración de las letras).
Aquí se debe hacer una breve mención de la historia de la transmisión del texto de la Biblia. Por lo que respecta al NT, aunque no poseemos ninguno de los escritos originales y muy poco de las copias de los primeros siglos (debido a la gran destrucción de copias del NT durante la persecución de Diocleciano, 303 d.C.), se tiene que señalar que este hecho no afecta para nada a la doctrina «theopnéustica», por el celo desplegado por hombres como Orígenes (siglo II) para restablecer el texto en su integridad; la considerable cantidad de mss. del NT (más de 6.000) permite útiles exámenes comparativos; el número extremadamente reducido de variantes, además de otros factores, permite afirmar que el Espíritu de Dios ha velado de una manera maravillosa para preservar la integridad del texto apostólico.
El lector del NT puede estar seguro, con las recensiones griegas tradicionales, que posee el texto sagrado de tal manera que, a los efectos prácticos, no difiere prácticamente en nada del texto primitivo.
En cuanto al texto del AT veamos a continuación de una manera muy resumida la historia de la transmisión de su texto. Después de volver del exilio (siglo V a.C.) la generalidad de los hebreos ya no comprendían, o comprendían muy poco, la lengua bíblica original, esto es, el antiguo hebreo.
Hablaban el arameo, lengua de Babilonia (también llamada caldeo), que tenía otro alfabeto.
Es entonces que, respondiendo sin duda a un llamamiento especial del Espíritu, los rabinos y los masoretas, aquellos hombres de la tradición que habían conservado el uso del viejo texto, lo transcribieron al alfabeto arameo. De él provienen los caracteres que constituyen el hebreo cuadrado de nuestras Biblias masoréticas.
Lo transcribieron (no lo tradujeron). Esto es de una gran importancia. Es por ello que podemos hablar de un texto inspirado, por cuanto, si bien esto no se puede aplicar de una manera estricta a las traducciones (alejandrina, latina, así como las Versiones a las lenguas vivas), en cambio, por cuanto el texto de nuestras Biblias hebreas es una transcripción, que no una traducción, del texto inspirado, éste es, también, un texto inspirado.
Y lo es a la par que el antiguo original hebreo, por cuanto cada una de sus consonantes se corresponde a una consonante equivalente a la del original, y por cuanto, de esta manera, cada palabra del texto masorético se corresponde exactamente, por sus caracteres alfabéticos equivalentes y por el número de sus letras, a la palabra del original cuyo lugar toma.
Además, los signos paratextuales de vocalización y de acentuación, con su respeto estricto del texto consonantal por su posición marginal, constituyen una garantía complementaria admirable de la integridad del texto. Fijan de una manera exacta la pronunciación y la lectura tradicional de las palabras y frases.
Es por estas razones que se puede afirmar que, a pesar de la desaparición del texto primitivo, poseemos en la práctica el texto original del AT. Esto ha quedado además confirmado por los descubrimientos del mar Muerto, con el hallazgo de manuscritos de gran antigüedad de Isaías y otros libros de la Biblia.
Su cotejo con los manuscritos más antiguos que se poseían hasta ahora ha permitido confirmar que las variaciones textuales, en el proceso de copias, han sido prácticamente despreciables, a todos los efectos prácticos, para un lapso de 1.000 años (véanse MANUSCRITOS BÍBLICOS y QUMRÁN (MANUSCRITOS DEL).
La historia del texto del NT, y más claramente la del texto del AT, nos permite aportar al testimonio de las Escrituras, en cuanto a su inspiración, una base material sólida. Podemos afirmar que tenemos las palabras de los viejos textos perdidos. En base a esto, podemos hablar de una inspiración verbal.
El concepto de inspiración verbal implica la inspiración de las palabras, y no de las meras ideas. Porque si las letras trazadas por Moisés, Isaías, Jeremías, etc., han desaparecido por el hecho anteriormente indicado de la transcripción, han quedado las palabras, y podemos leerlas en nuestras Biblias masoréticas.
Además, y a la vista de este hecho providencial de la transcripción, parecería inconcebible que Dios haya podido revelar e inspirar ideas sin inspirar al mismo tiempo las palabras que las expresan.
La Biblia nos presenta el proceso de la inspiración de las Escrituras como el acto mediante el cual Dios pone palabras, términos, en la boca de los escritores sagrados. Así, la Biblia es la Palabra de Dios.
Así, leemos, en el AT, lo que Dios dijo a Moisés: «Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca» (Dt. 18:18). También a Jeremías: «dijo Jehová: He aquí he puesto mis palabras en tu boca» (Jer. 1:9).
Estas palabras, estos términos que Jehová ponía en sus bocas, ¿no fueron acaso los que los autores sagrados hicieron también pasar por sus plumas en sus escritos?
En el NT leemos lo que Pablo dice; su testimonio confirma todos los demás testimonios del NT. Afirma él «que el evangelio anunciado por mí, no es según hombre; pues yo no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo» (cfr. Gá. 1:11-12; 1 Co. 15:1-4).
«Damos gracias a Dios, de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es verdad, la palabra de Dios» (1 Ts. 2:13). «El que desecha esto, no desecha a hombre, sino a Dios, que también nos dio su Espíritu Santo» (1 Ts. 4:8).
Así, está claro lo que la Biblia dice. No se trata de que Dios revelara sentimientos o ideas a los profetas o a los apóstoles. Se trata de mensajes (exactamente, de palabras o términos). Se trata verdaderamente de la Palabra de Dios, una palabra revelada, dada como tal por Dios, Padre o Hijo, por medio del Espíritu Santo.
La inspiración verbal se aplica a los dos Testamentos. No puede usarse alguna cita en el NT, donde parece que se hace una atribución errónea de autor (p. ej., en Mt. 27:9 se atribuye a Jeremías una profecía que se halla en Zac. 11:13), para objetar a esta afirmación. Estamos muy lejos de poder afirmar que estas citas sean verdaderamente erróneas.
(Por lo que respecta a este ejemplo de Mt. 27:9, bien hubiera podido Jeremías haber pronunciado la profecía, que hubiera sido posteriormente reproducida por Zacarías. Zacarías fue posterior a Jeremías.
Y hay muchos ejemplos en los que los profetas citan a sus antecesores. Por otra parte, hay también la costumbre de que las divisiones principales de las Escrituras recibían el nombre del libro principal que las encabezaba.
Jeremías se usaba muchas veces para denotar a todos los profetas. De una u otra manera, no hay base alguna para pretender que aquí tenemos error alguno.)
«La admisión del principio de la inspiración verbal implica su admisión para todos los escritos del AT y NT. Porque, de la misma manera que cuando se admite el milagro se admite lo sobrenatural, y por ello la posibilidad de todos los milagros, de la misma manera al admitirse la inspiración verbal de los profetas se admite el principio y, por consecuencia, la posibilidad de la inspiración verbal de toda la Biblia» (J. Cadier: «Le Prophétisme du Réveil», PP. 63-66).
(d) La personalidad de los escritores sagrados.
La noción de «inspiración al dictado» suprime la individualidad de los escritores sagrados, al hacer de estos últimos órganos pasivos y mecánicos. La concepción de la inspiración verbal respeta el hecho indiscutible de la personalidad de los escritores sagrados, que salta a la vista en la lectura de la Biblia.
Es un hecho evidente que aparece un estilo de Isaías, un estilo de Amós, etc. Cada libro de la Palabra de Dios presenta la impronta de la personalidad de quien lo redactó bajo la dirección del Espíritu.
En el Éxodo es donde leemos con frecuencia términos que destacan la iniciativa de Dios en el mensaje de Moisés: «Habló Jehová a Moisés»; «Jehová habló a Moisés». Y es en este mismo libro que se nota, quizá más intensamente que en cualquier otra sección del Pentateuco, la personalidad del gran profeta (cfr. Éx. 3 y 4).
El Señor hizo de Jeremías, por así decirlo, su instrumento, su hombre, hasta tal punto que el profeta podía escribir: «Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido» (Jer. 20:7). Y por ello este hombre subyugado por el Señor no deja de revelarnos sus horas de crisis, de desaliento o de angustia. «Maldito el día en que nací» (Jer. 20:14).
Y llegará a exclamar, en medio de sus sufrimientos (y Dios no se lo impide ni le prohibe que lo registre por escrito): «no me acordaré más de Él, ni hablaré más en su nombre» (Jer. 20:9).
Sí, los hombres de Dios permanecieron siendo hombres, y es un milagro de Dios que los subyugó sin haberlos suprimido, a fin de permitirles que nos entregaran, con sus luchas humanas, el secreto de las victorias del Espíritu.
Tenemos numerosos ejemplos, en el NT, de las reacciones de los discípulos y de los apóstoles, tanto antes como después de su conversión. Recordemos al apóstol Pedro, y también al apóstol Pablo (Ro. 7).
Las cartas de Pablo nos revelan con una gran claridad, mayor quizá que cualquiera de los otros libros del NT, la personalidad de los escritores sagrados. Nos muestran que los autores conservan, en palabras de P. F. Jalaguier: «bajo la intervención divina, toda su capacidad intelectual y moral... sometidos, como nosotros, al deber de la vigilancia y de la oración... »
Afirman anunciar aquello que han visto y conocido; distinguen, en ciertos casos, entre su opinión personal y las prescripciones obligatorias del Espíritu; en ocasiones se hallan en duda (1 Co. 1:16; 2 Co. 12:2-3); disputan, argumentan, apelan a su buena fe (Éx. 3 y 4; Ro. 9:1; 2 Co. 1:18, 23; Gá. 1:20), y apelan a la conciencia e inteligencia de sus oyentes.
La inspiración verbal es un milagro, el milagro de una «encarnación espiritual», a decir de Adolphe Monod. Para dar cuenta en pocas palabras de la realidad de la inspiración divina y del elemento humano en la inspiración, se puede decir que para comunicar al hombre su Palabra, y para hacerlo, en las palabras que, en las lenguas humanas, tenían que expresarlos de la manera más adecuada, Dios eligió a unos hombres concretos.
Los eligió dotándolos de las aptitudes, dones, reacciones y otras características personales, para prepararlos de una manera especial para que fueran, con sus personalidades integrales, los canales más adecuados para lo que en cada momento de la historia Dios quisiera revelar a los hombres, para encarnar por medio de ellos su Palabra. No pidió a estos hombres que aportaran sus propias palabras.
Él les dio sus propias palabras. Pero para dar a su palabra, en el corazón de los hombres, todo el eco que Él deseaba dar, tuvo a bien utilizar, al mismo tiempo que los temperamentos y talentos diversos de aquellos hombres especialmente pensados para esta misión, el mismo vocabulario de aquellos que tomaba como sus portavoces.
Es así que para dar su multiforme revelación, con sus énfasis diversos, pero con un mismo propósito central, el lenguaje de Juan no es el de Pablo, el de Isaías no es el de Ezequiel. Tenemos aquí a Dios llamando al profeta, al apóstol, desde el vientre de su madre, desde la misma eternidad (cfr. Jer. 1:5; Lc. 1:5-17; Hch. 9:15, etc.).
Así, el fenómeno de la inspiración no toca solamente la emisión del mensaje de parte de Dios, sino la misma creación del escritor sagrado, con su personalidad integral, para ser quien transmitiera la palabra de Dios a su generación y a la audiencia universal más allá del tiempo y del espacio.
En resumen, al hablar de inspiración verbal, se destaca que el Autor supremo de las Escrituras, de toda la Escritura, es el Verbo («logos», «verbum»), es decir, Dios. «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.»
Al hablar de inspiración verbal se implica también el modo de percepción de la inspiración bíblica.
La inspiración está caracterizada por un mensaje comprendido, recibido por el escritor sagrado en su espíritu. Al recibir así el mensaje divino, el profeta percibía los términos más apropiados a la expresión oral o escrita de este mensaje. Es así que el Señor podía decir a Jeremías: «He aquí, he puesto mis palabras en tu boca» (Jer. 1:9).
Así, hablar de inspiración verbal es afirmar una vez más que Dios, el Verbo Supremo, ha inspirado a los autores bíblicos incluso en las palabras que nos transmitieron. Dios usó los dones que Él dio a los instrumentos humanos que Él eligió, para dar a su Palabra las diversas tonalidades que estimaba necesario darle.
Pero es Él, Dios, quien habla por medio de estos instrumentos, y precisamente a través de su diversidad. «Los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 P. 1:21).
El concepto de inspiración verbal lleva además la inspiración no solamente a los hombres que fueron los instrumentos momentáneos, sino a los escritos que iban a constituir el registro y vehículo permanente de la Revelación.
(e) El testimonio interno del Espíritu Santo.
Queda por considerar brevemente el agente de la percepción y asimilación de la Biblia, Palabra de Dios, es decir, la actuación indispensable del Espíritu Santo, como Aquel que da la clave de las Escrituras al creyente.
La Biblia es la Palabra de Dios, pero, ¿cómo puede esta realidad objetiva producir una experiencia subjetiva? ¿Cómo puede la Biblia llegar a ser para nosotros Palabra viva y eficaz? Por la acción del Espíritu Santo en nosotros.
Siendo como es obra del Espíritu, la Escritura no puede ser leída, ni llegar a ser comprensible ni activa en nuestra salvación más que por la interpretación dada por el Espíritu Santo, esto es, por la interpretación del Señor en nosotros.
A esto se refería el apóstol Pablo al escribir a los corintios: «Porque hasta el día de hoy, cuando (los judíos) leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no descubierto, el cual por Cristo es quitado» (2 Co. 3:14).
El Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y de Cristo, que El prometió enviar a sus discípulos para que los guiara «a toda la verdad» (Jn. 16:13), el Espíritu Santo, el autor de la Biblia, es el único que está calificado para dar su sentido, y para quitar el velo que oscurece y cierra los ojos y el corazón del hombre natural.
El hombre inconverso, que se pone ante la Biblia con su mentalidad griega, su razón, su sentimiento, está decidido a no asumir que la Biblia es la Palabra de Dios, es decir, la palabra que Dios ha escrito para él en la Biblia, la palabra que se dirige a él de una manera personal, la palabra escrita para su propia regeneración, su santificación y su llamamiento para ser hijo de Dios.
El Espíritu Santo, en su obra en el corazón humano, no solamente da testimonio al creyente de que es hijo de Dios (Ro. 8:16), sino que también abre los sellos que hasta entonces le impedían el acceso a la Palabra de Dios.
Él mismo es la clave de esta Palabra. «Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios.
Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así también nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co. 2:9-11).
Calvino, a quien le fue dado formular la doctrina del testimonio interno del Espíritu Santo, resume así su pensamiento («Institución de la Religión Cristiana I». 7): «La autoridad de las Escrituras es sellada, confirmada en el corazón de los fieles por el testimonio interior del Espíritu Santo... El mismo Espíritu que ha escrito la Biblia habla al fiel y le ilumina las páginas de la Biblia.»
La posesión del Espíritu Santo, que regenera, santifica, consuela y conduce a toda la verdad; que es la expresión actual y permanente de la presencia del Señor; que Dios ha dado a todo el que cree en Jesús el Señor y lo recibe por la fe (Jn. 7:39; Gá. 3:13-14), ésta es la condición esencial y necesaria para la apropiación personal y vivificante de la Biblia, la Palabra de Dios.
Y la certidumbre que el Espíritu nos ha dado queda confirmada por el gozo que se desprende de la posesión de la vida divina, y por la armonía perfecta entre la Biblia (el testimonio objetivo del Espíritu) y el testimonio interno del mismo Espíritu.
Porque el Espíritu no está dividido: El Espíritu que ilumina al creyente no puede hacer otra cosa que decir amén a lo que él mismo ha dado en la Biblia.
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