Miembro de la tribu de Judá o del reino de Judá (2 R. 16:6; 25:25). Este nombre tomó rápidamente un sentido más extenso, designando a todos los hebreos que volvieron de la cautividad.
Finalmente, vino a designar a todas las personas de esta raza dispersadas por todo el orbe (Est. 2:5; Mt. 2:2). Su lengua era el hebreo, que más tardíamente recibió el nombre de judaico (2 R. 18:26; Neh. 13:24). Para su historia en Palestina, véase HISTORIA.
En el NT este término ocurre con mayor frecuencia en el Evangelio de Juan, donde se aplica a los de Jerusalén y Judea, en contraste con el «pueblo», que hubiera podido ser galileo o visitantes de lejos. Juan habla de «los judíos», de «la Pascua de los judíos», etc., como si él no fuera judío. Ellos habían rechazado al Señor y, espiritualmente, Juan estaba separado de ellos.
Los judíos residentes en Judea en la época de la insurrección contra los romanos bajo el procurador Floro, en mayo del año 66, fueron, en su mayor parte, muertos. Después de la conquista de Jerusalén, tras enconada resistencia, en el año 70 d.C., los pocos supervivientes fueron o vendidos como esclavos o hechos pasto de los gladiadores y las fieras.
Los judíos dispersos por todo el imperio se encontraron sin centro nacional, sin Templo, sin sacrificios. Sin embargo, mantuvieron su personalidad distintiva en medio de las más tenebrosas circunstancias.
Establecidos desde China hasta España, desde África hasta el norte de Rusia, fueron objeto de feroces persecuciones por parte de poblaciones «cristianas» ignorantes de las Escrituras y azuzadas por dirigentes llenos de codicia y prejuicios, cumpliéndose sobre esta desventurada nación la terrible invocación pronunciada por sus antecesores (cfr. Mt. 27:25; Jn. 19:15).
El judaísmo ha persistido siempre en el rechazamiento de Jesús, a quien aceptarán nacionalmente sólo en su retorno sobre el monte de los Olivos cuando Él venga para establecer su reino (cfr. Zac. 12:1-10; 14:3-4 ss.).
El judaísmo se preservó a lo largo de los siglos, con muchos vaivenes, en el seno de una comunidad sumamente cerrada, desposeída sistemáticamente de privilegios, aunque con respiros temporales que paliaban la situación.
En períodos de tolerancia los judíos florecieron, y llegaron a gozar de hermosas sinagogas, gran prosperidad material y prestigio en muchos campos del comercio, medicina y ciencia. Pero su situación nunca era segura.
Expulsados de España en 1492 por los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, después de haber sido desposeídos de sus bienes y de sistemáticas matanzas por toda la Península, hechos objeto de matanzas populares, o «progroms» en numerosos lugares de Europa Central; sometidos al capricho de cualquier autoridad en los países árabes, tanto en África del Norte como en Oriente Medio, vieron cómo, en pleno siglo XX, se desataba contra ellos una fría campaña de matanzas sistemáticas bajo el régimen nazi en Alemania, Polonia y numerosos otros territorios ocupados, en bien estudiados campos de exterminio, donde hallaron la muerte seis millones de ellos, víctimas del odio satánico expresado en la teoría racista de «la superioridad de la raza aria».
Esta estremecedora matanza a escala continental, metódicamente planeada y ejecutada, y no llegada a consumar totalmente gracias a la victoria aliada sobre el Reich alemán en 1945, dio nuevo impulso a las tesis sionistas, llevando a la fundación, contra viento y marea, del moderno estado de Israel el 14 de mayo de 1948.
Allí, según las profecías, los judíos deberán afrontar aún una tribulación sin paralelo, «el día de la angustia de Jacob», antes de la venida del Señor y de la implantación de su reinado de paz y justicia sobre el mundo (Jer. 30:3-8).
A lo largo de toda su trágica historia, a partir de 1776 pudieron los judíos contar con un país en el que eran considerados como ciudadanos con plenitud de derechos y deberes, sin diferencia: los Estados Unidos de Norteamérica.
Pocos años después, la República Francesa seguiría el mismo camino, y otros estados modernos de Europa. Sin embargo, el holocausto alemán muestra hasta dónde puede llegar el odio satánico contra el Pueblo de Dios, ahora rechazado y sometido a disciplina, pero amado por causa de los patriarcas (cfr. Ro. 11:28) y objeto de promesas de bendición que han de ser cumplidas nacionalmente (cfr. Jer. 31:27-40; cfr. Ro. 9-11).
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