Juramento: En general, es una forma de → Maldición. La persona que presta juramento en el santuario pide a Dios que la aniquile, si no dice la verdad. La fórmula: «Tan cierto como que Dios vive» (1 Samuel 20:12 heb.) supone una conclusión como esta: «Me castigarán si digo una mentira». No eran palabras vanas. Se sabía que, una vez pronunciado el juramento, si el que juraba lo hacía en vano se desencadenaba sobre él un misterioso y grande poder cuya acción no podía detenerse.
La ley deuterocanónica recomienda jurar por el nombre de Dios (Deuteronomio 6:13). Se tomaba a Dios como testigo (Génesis 21:23; 2 Corintios 1:23; Gálatas 1:20; Filipenses 1:8), pero a la vez el código sacerdotal condenaba los juramentos en falso (Levítico 19:12; Malaquías 3:5). No eran raros los perjurios, pero los condenaba severamente la Ley (Éxodo 20:7; Levítico 19:12; Deuteronomio 5:11) y los profetas (Ezequiel 16:59; 17:13ss). Los → Esenios del tiempo de Jesús condenaban como ilícito el juramento. Los rabinos se preocupaban por los abusos. Y los fariseos se las ingeniaron para mantener sutilmente la validez del juramento.
Jesús declara tajantemente: «No juréis en ninguna manera … Pero sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no» (5.12). Puesto que el juramento supone mala fe en un persona o falta de confianza en ella, todo lo que se añade a una sencilla afirmación o negación, «viene del Maligno» (Mateo 5:37 BJ), que es padre de la mentira y hace embustero al hombre (Juan 8:44). Jesús exige a sus discípulos total sinceridad. Por eso, en una sociedad en que se obedece la voluntad de Jesús, el juramento es superfluo.
No obstante, lo que Jesús exige es un fruto del Espíritu que habita por la fe en los creyentes, y no algo que corresponda a la realidad de la vida según la carne. La exigencia de Jesús es una norma, pero no absoluta. Hay circunstancias en que la ley humana puede exigir un juramento. Jesús mismo no rehusó prestar juramento ante el sanedrín (Mateo 26:63ss).