Mujer:
En el Antiguo Testamento, la sociedad israelita manifiesta una organización patriarcal en que los hombres de más rango dominaban sobre los demás hombres y todas las mujeres. La organización religiosa seguía la misma pauta. Como resultado, la mujer no ocupaba puestos en las instituciones políticas o religiosas. Solamente en la época premonárquica, cuando Israel existía como una federación de tribus, pudo surgir un personaje como Débora, líder de tipo caudillo (Jueces 4–5).
Después de que el poder se concentró en la monarquía y el templo, la mujer solo entraba a la historia oficial como reina madre o esposa del rey o del sacerdote. Así como los profetas surgían al margen de estas instituciones, algunas mujeres, como Hulda, aparecían también en ese contexto de carisma personal (2 Reyes 22:14–20).
La subordinación de las mujeres en la sociedad israelita se refleja en un sistema legal que no les otorgaba derechos como persona civil. Las propiedades pasaban del padre a los hijos varones. La hija heredaba solamente en el caso excepcional donde faltaban hijos varones y había que asegurar el traspaso de una propiedad a través de ella a futuros descendientes varones (Números 27:1–11).
El decálogo exige igualdad en el trato de mujeres y hombres en cuanto al descanso semanal y también en relación con el deber de honrar a ambos progenitores (Éxodo 20:9–12); sin embargo, el «no codiciarás» enumera como propiedades inalienables del prójimo «su mujer, su siervo, su criada, su buey, su asno o cualquier cosa» (Éxodo 20:17). En muchos asuntos se aplican normas distintas a la mujer que al hombre. El derecho al divorcio se otorga solo al hombre (Deuteronomio 24:1).
Las leyes de pureza e impureza definen a la mujer como impura durante los siete días de su ciclo menstrual y debía mantenerse fuera del contacto con otras personas (Levítico 15:19). Se establece un período de cuarenta días de impureza después del alumbramiento de un hijo varón, u ochenta días en el caso de una hija (Levítico 12). El efecto de esta legislación era que la mujer quedaba alejada de la vida social y cúltica durante gran parte de su vida. Este sistema erigió una barrera insuperable para la mujer; era imposible considerarla apta para roles públicos.
Dentro de la estructura económica y social, sin embargo, la mujer israelita tenía funciones importantes. Se resumen en dos tipos de trabajo: el productivo y el reproductivo. La mujer manejaba la producción casera del proyecto familiar, con todo lo que esto involucraba de atención a huertas y animales domésticos, de procesamiento de alimentos y de lana para hilo y tejidos. Se dedicaba también a la confección de ropa y de utensilios para uso doméstico.
En empresas familiares de más envergadura, la mujer era toda una gerente de personal y producción (Proverbios 31:10–31). El trabajo reproductivo abarcaba la gestación y crianza de los hijos. En una sociedad amenazada por las fuerzas de la naturaleza, como también por las de los enemigos, la reproducción de la población se definía como la tarea prioritaria de la mujer. Por eso la mujer estéril se consideraba afligida por Dios (1 Samuel 1:5, 11). En cambio, una abundancia de hijos era signo del favor divino y también una garantía para la vejez. La sociedad hebrea apreciaba el rol de la madre como maestra y orientadora de sus hijos (Proverbios 1:8).
La mujer jugaba un papel clave en conservar y perpetuar la fe en Jehová, al trasmitir las creencias y costumbres a las nuevas generaciones. Este papel de la mujer revestía tanta importancia que se rechazaba la posibilidad de que se incorporaran esposas extranjeras a las familias israelitas (Éxodo 34:14–16). En la época del regreso del cautiverio, Nehemías denunció el matrimonio con mujeres de pueblos vecinos y la grave consecuencia vista en el hecho de que los hijos no conocían el idioma hebreo (Nehemías 13:23–24).
Por la influencia que tenía dentro de la familia y también por la importancia de su papel económico, la mujer israelita gozaba de una autoridad informal pero real. En medio de la cultura patriarcal del Antiguo Testamento, la figura de la mujer fue tomada como símbolo en varios sentidos. La alianza de Dios con su pueblo fue simbolizada con la imagen del pueblo como la novia escogida (Ezequiel 16:8). A raíz de la infidelidad del pueblo a Jehová, la imagen de esposa se convierte en la de una prostituta (Oseas 1–2; Ezequiel 16:15), que sin embargo será restaurada (Isaías 54:6).
Aparecen también en el Antiguo Testamento algunas alusiones a la mujer como ejemplo de alguna cualidad de Dios, como el amor entrañable de una madre por sus hijos (Jeremías 31:20), o el tierno consuelo de una madre (Isaías 66:13). La sabiduría de Dios se personifica como mujer (Proverbios 8).
La mujer en el Nuevo Testamento:
Los primeros documentos del Nuevo Testamento dan testimonio de la integración de la mujer en las comunidades cristianas, no solo en el plano de la praxis sino también en la reflexión teológica: «Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3:28).
Con esta fórmula bautismal, Pablo insiste en que la Ley está superada; el rito de iniciación en la iglesia ya no es la circuncisión (en que sí hay distinción entre hombre y mujer). Esta libertad de acceso continúa la práctica histórica de Jesús conservada en los Evangelios, que dibujan un cuadro de plena amistad con toda clase de mujer, inclusive con prostitutas (Lucas 7:36–50).
Con una conducta poco usual para un rabino, Jesús se hace acompañar de mujeres en su ministerio itinerante, y cuenta con su apoyo (Lucas 8:1–3). En las historias acerca de Jesús, se presentan mujeres que necesitan sanidad (Marcos 1:30–31; 5:22–43; Lucas 13:10–17), y otras que reciben a Jesús en su casa y dialogan con Él (Lucas 10:38–42). Se destacan las discípulas galileas que acompañan a Jesús hasta Jerusalén, donde presencian la crucifixión y se convierten en primeros testigos de la resurrección (Marcos 15:40–41; Lucas 24:1–10; Mateo 28:1–10).
En el Evangelio de Juan persiste la presencia y el protagonismo de la mujer. Un largo diálogo teológico toma lugar entre Jesús y una mujer samaritana, quien emprende al final una exitosa tarea misionera (Juan 4:1–42). La confesión cristológica fundante de la iglesia: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios», la pronuncia Marta de Betania.
Esta misma confiesa además la preexistencia de Jesús: «He creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo» (Juan 11:27). El evangelista Juan pone de relieve a una de las mujeres presentes en la crucifixión, María la madre de Jesús, para señalar la incorporación de ella a su comunidad (Juan 19:25–27).
El libro de los Hechos presenta una comunidad cristiana en que mujeres y hombres son activos por igual; tanto unas como otros son tocados por la persecución (Hechos 8:3; 9:2). La mujer culpable de mentir ante Dios recibe el castigo al igual que su marido (Hechos 5:1–10).
Las cartas paulinas revelan una participación activa de las mujeres en la obra misionera y la vida cúltica de las primeras iglesias. Esto se refleja en la larga lista de saludos que Pablo incluye en Romanos 16:1–15. De la veintena de personas que menciona, diez son mujeres, y entre ellas se destacan varias que «han trabajado mucho» en el Señor, expresión que Pablo emplea para describir también sus propias labores apostólicas (1 Corintios 15:10; Gálatas 4:11). En la lista aparecen Febe y Priscila. En 1 Corintios 9:5, Pablo revela que los otros apóstoles viajan y trabajan junto con su pareja.
Las sinagogas y otras agrupaciones religiosas, en el mundo grecorromano de distinto tipo incluían a mujeres, y en algunas de estas las mujeres ocupaban puestos importantes. Las mujeres, en la iglesia de Corinto, profetizaban y oraban en el culto (1 Corintios 11:5), y a ellas Pablo pide solamente que guarden las costumbres en cuanto a cubrirse la cabeza.
Aparece luego en la misma carta un párrafo en que se pide a ciertas mujeres que interrumpen la reunión con sus preguntas, que las reserven más bien para la casa y que guarden silencio en la reunión (1 Corintios 14:34–35). En una iglesia como la de Corinto participaban mujeres solteras, casadas, separadas, viudas (1 Corintios 7).
En algunos de los matrimonios, uno de los cónyuges no era cristiano. Ahí Pablo dice que la mujer cristiana, al igual que el hombre cristiano, «santifica» a su cónyuge (1 Corintios 7:14). En Efesios 5:21–30 se recomienda que las parejas adopten una relación de sumisión mutua (v. 21). En el contexto social del siglo I, con sus grandes desigualdades entre el hombre y la mujer, el autor de esta carta desafía al marido a manifestar el carácter de Cristo en un amor y entrega para el bien de la mujer.
Este trato preferencial del marido hacia la esposa lo convierte en fuente de vida para ella. Esta relación se plasma en la figura del marido como cabeza de la mujer (v. 23), expresión que en el griego no significa autoridad ni mando, sino fuente u origen. La mujer corresponde a este comportamiento del marido con su propia entrega (vv. 22–24).
Esta mutualidad cristiana contrasta con los códigos de conducta doméstica promulgados por los filósofos de la época, que exigían un orden jerárquico entre marido y mujer, así como entre amo y esclavos, y padre e hijos. En el ambiente de las ciudades del imperio crecían las sospechas sobre las iglesias: su conducta igualitaria podía subvertir el orden imperante.
Por cierto, 1 Pedro 3:1–6 recomienda a la mujer con esposo no creyente que sea recatada y sujeta, con el fin de evitar sus amenazas y posiblemente ganarlo para la fe cristiana. En 1 Pedro 3:7, se pide al esposo cristiano que trate a su mujer con consideración y honor, como coheredera de la gracia.
Cuando las iglesias comenzaban a institucionalizarse, se restringía la participación de la mujer. El modelo de la casa patriarcal recomendada a las iglesias en 1 Timoteo 3:3–4 conlleva la marginación de la mujer.
Específicamente, las cartas pastorales limitan la actividad de las viudas (1 Timoteo 5:2–16) y prohíben que la mujer enseñe en la iglesia (1 Timoteo 2:12). Las cartas indican que esta disposición respondía a una situación particular en que algunas mujeres seguían a ciertos falsos maestros y propagaban sus enseñanzas entre la membresía de la iglesia (1 Timoteo 4:1–3; 2 Timoteo 3:2–7).