Nombre: Concepto sumamente común en la Biblia. Entre los hebreos, el nombre estaba estrechamente ligado con la existencia. Lo que no tenía nombre no existía (Eclesiastés 6:10). De allí que la creación estuviera incompleta hasta tanto no recibiera nombre (Génesis 2:18–23). Dar un nombre era privilegio del padre, la madre o de un ser superior. Por eso, Adán ejerce su señorío al dar nombre a los animales, y al colocarlos en cierta relación, posición y función (Génesis 2:19).
En la literatura más antigua del Antiguo Testamento el nombre se usa en relación con una manifestación temporal de Jehová (Éxodo 23:20, 21; 33:13). La construcción de altares o monumentos conmemorativos indicaba una especial presencia de Dios porque en ellos se recordaba su nombre (Génesis 12:7; 22:9; 26:24, 25).
En este sentido reconocer el nombre de Dios implica un acto de fe en Él; el nombre de Dios es Dios mismo (Levítico 24:11–16) e indica su naturaleza y carácter trascendente a todo sitio terrenal (Deuteronomio 12:5; 2 Crónicas 20:8). El Dios de la Biblia revela su nombre, los dioses paganos los ocultaban (Génesis 32:29, 30; Jueces 13:6). El nombre de Dios proporciona refugio y protección (Salmos 124:8; Jeremías 10:6). Pero la invocación del nombre de Jehová no tiene en la Biblia sentido mágico, nadie puede forzar a Dios (Job 23:13).
El nombre de un hombre era la expresión de su personalidad, por tanto, un cambio de nombre indicaba un cambio de carácter (Génesis 27:36; 32:28) o de posición (2 Reyes 23:34). Como expresión de la personalidad, el nombre también denotaba atributos como justicia (Salmos 89:15, 16), fidelidad (89:24), santidad (99:3), fama, gloria (Génesis 11:4), etc. Tener varios nombres indicaba importancia (Job 30:8).
El Nuevo Testamento continúa el mismo orden de ideas del Antiguo Testamento en cuanto al nombre, pero la característica distintiva de su uso es la manera en que el nombre de Dios se sustituye por el de Jesús en pasajes provenientes del Antiguo Testamento (Mateo 7:22; Hechos 4:17, 18; 5:40; 9:29; cf. Deuteronomio 18:22; 1 Crónicas 21:19; Jeremías 20:9; Daniel 9:6).
Aquí tampoco hay razón para creer que el nombre de Jesús se usara como «fórmula mágica». Quienes así piensan ignoran que fue el Antiguo Testamento, y no las supersticiones griegas, lo que ejerció la más fuerte influencia sobre los autores del Nuevo Testamento.
Algunas de las ideas sobre el nombre, típicamente hebreas, que se repiten en el Nuevo Testamento son: la santificación del nombre de Dios (cf. el «Padre nuestro» Mateo 6:9), el nombre de Dios como protección (Juan 17:11), la relación del nombre con la personalidad (Mateo 1:22, 23; 16:17, 18; Marcos 3:17; Lucas 1:13, 59, 63; Hechos 13:6, 9), su relación con la fama, reputación o gloria (Marcos 6:14; Lucas 6:22; Filipenses 2:9).
Respecto al nombre de Cristo, encontramos cuatro ideas centrales:
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Creer en su nombre implica aceptar a Jesús como Mesías, Salvador y Señor (tema central de los escritos de Juan).
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Es posible ser bautizados en su nombre (Mateo 28:19; Hechos 2:38; 8:16; 10:48; 19:5).
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Actuar en su nombre es participar de la autoridad de Jesús (Marcos 9:38; 16:17; Lucas 10:17).
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Sufrir por su nombre es la porción del cristiano fiel (Hechos 9:16; 21:13; Tito 3:12). Es el nombre de Jesús el que debe ser predicado (Hechos 8:12; Romanos 1:5).