Aquel a quien Dios reviste de Su autoridad para que comunique Su voluntad a los hombres y los instruya.
(a) Institución del profetismo:
Dios prometió que Él suscitaría de entre el pueblo elegido a hombres inspirados, capaces de decir con autoridad la totalidad de lo que Él les ordenaría exponer (Dt. 18:18, 19).
Moisés es el modelo de todos los profetas que lo siguieron, en cuanto a la unción, doctrina, actitud en cuanto a la Ley y la enseñanza. Sobre varios puntos hay unas analogías notables entre Moisés y Cristo (v. 18; Hch. 3:22, 23).
Zacarías habla asimismo de esta autoridad característica: el Espíritu de Dios ha inspirado a los profetas aquello que debían decir al pueblo; los acontecimientos preanunciados han sido cumplidos (Zac. 1:6; 7:12; Neh. 9:30).
Es Dios sólo quien ha elegido, preparado y llamado a los profetas; la vocación de ellos no es hereditaria, sino que con frecuencia encuentra al principio una resistencia interna (Éx. 3:1-4:17; 1 S. 3:1-20; Jer. 1:4-10; Ez. 1:1-3:15).
La Palabra del Señor, transmitida a los profetas de diversas maneras, queda confirmada mediante señales, por el cumplimiento de las predicciones, y por la conformidad con las enseñanzas de la Ley.
Dios pedirá cuentas al hombre por su obediencia o desobediencia con respecto a la Palabra transmitida por Sus siervos (Dt. 18:18-19, cfr. v. 20 y Dt. 13:1-5).
(b) Falsos profetas.
Además de los que hablan en nombre de un dios falso (Dt. 18:20; 1 R. 18:19; Jer. 2:8; 23:13), hay los que mienten invocando el nombre de Jehová (Jer. 23:16-32). Estos últimos son de dos clases:
(A) Impostores, conscientes de su engaño; seducidos por su deseo de ser objeto de la consideración dada a los verdaderos profetas, son populares a causa de sus palabras suaves (1 R. 22:5-28; Ez. 13:17, 19; Mi. 3:11; Zac. 13:4).
(B) Personas sinceras e incluso piadosas, fundándose en ocasiones incluso sobre la Ley, pero persuadiéndose a sí mismas de haber sido llamadas por Dios al ministerio profético, cuando no es así. A pesar de su sinceridad, éstos son falsos guías.
(c) Características del profeta auténtico.
(A) Las señales (Éx. 4:8; Is. 7:11, 14); pero las señales no son por sí mismas suficientes; algunas de ellas podrían ser de origen fortuito, e incluso engañosas (Dt. 13:1, 2; cfr. Éx. 7:11, 22; 2 Ts. 2:9).
(B) El cumplimiento de las predicciones (Dt. 18:21, 22). El valor de este medio de comprobación aumenta cuando los acontecimientos vienen a demostrar, sobre un plano histórico, las profecías proclamadas mucho tiempo antes.
(C) El mensaje espiritual (Dt. 13:1-5; Is. 8:20). Si la doctrina del pretendido profeta se desvía del Decálogo, el que la profesa no es, evidentemente, un hombre de Dios.
La enseñanza del verdadero profeta tiene que ser acorde con la de la Ley, tanto en lo que respecta a Dios como al culto y a las demandas de la moral.
No se trata de que deba dar meras imitaciones del texto sagrado. Basados en los mandamientos divinos, los profetas enseñan cómo se exponen en la vida cotidiana y revelan la voluntad y la mente de Dios.
Por su integridad, valor moral y calidad de sus enseñanzas, los profetas israelitas auténticos sobrepasan con creces a los sabios de las otras naciones.
La profecía incluye la predicción de acontecimientos (Is. 5:11-13; 38:5, 6; 39:6, 7; Jer. 20:5, 6; 25:11; 28:16; Am. .1:5; 7:9, 17; Mi. 4:10).
La predicción constituye un aspecto importante del ministerio del profeta, y contribuye a acreditarlo, pero el hombre de Dios se ocupa aún más intensamente del presente y del pasado, para procurar convertir al pueblo a Dios (Is. 41:26; 42:9; 46:9).
(d) Etimología del término «profeta».
En gr. el profeta es:
(A) El que habla en lugar de otro: intérprete, heraldo.
(B) Aquel que declara los acontecimientos futuros.
Esta doble acepción deriva del hecho de que la preposición «pro» significa «en lugar de» y «antes».
El término heb. «nabi'», traducido «profeta», significa «aquel que anuncia». Esta expresión parece haber tenido al principio un sentido muy amplio.
El participio activo se emplea en otra lengua semítica, el asirio, para designar a un heraldo. Los textos hebreos dan a Abraham el título de profeta (Gn. 20:7).
Dios se comunica directamente con él, se revela a él (Gn. 15:1-18; 18:17). Abraham transmite a sus descendientes el conocimiento del verdadero Dios (Gn. 18:19), y su intercesión es eficaz (vv. 22-32).
Miriam es llamada profetisa (Éx. 15:20; Nm. 12:2, 6); Aarón, el portavoz de Moisés, recibe el nombre de su «profeta» (Éx. 7:1; cfr. 4:16).
La idea fundamental del término «nabi'», «profeta» (que, p. ej., figura en Dt. 18:18) es que Dios reviste a este heraldo de unos dones particulares, entre otros el de ser vidente (1 S. 3:1).
Ésta es la razón de que el profeta reciba en ocasiones este nombre de vidente (1 S. 9:9, heb. «ro'eh»; Is. 3:10, heb. «hõzeh»).
Como el pueblo consideraba que esta cualidad era la más importante, el término «vidente» fue el usado corrientemente para designar al profeta durante largos períodos de la historia antigua de Israel.
Samuel, Gad e Iddo recibían este título. Pero Samuel es más que el vidente al que uno se dirige para conocer la voluntad de Dios, o para recibir instrucciones acerca de los temas públicos o privados.
Es el maestro enviado por Dios para instruir al pueblo, que reconoce en este ministerio público la característica esencial del profetismo (1 S. 10:10-13; 19:20).
La enseñanza viene a ser la función primaria del profeta, como en los tiempos de Moisés. A partir de Samuel y de sus sucesores inmediatos (y algunos siglos más tarde con una presencia con renovado vigor) el profeta estará siempre presente en el seno de la nación.
Embajador de Dios ante el reino de Israel, no deja de ordenar que se practique la justicia. Interpretando la historia a la luz de la moral, el profeta advierte de los juicios de Dios sobre el pecado, y alienta al pueblo a la fidelidad hacia el Señor.
El profeta está encargado de revelar los designios divinos (como Natán, que impide a David edificar el Templo, pero que profetiza la perennidad de su dinastía); ello no obstante, este anuncio de lo por venir dista de ocupar el lugar central dentro de su ministerio.
Los grandes sucesores de Samuel ya no son llamados «videntes», sino «profetas». Sin eliminar del vocabulario el título de vidente, se emplea de nuevo el de profeta, que no había desaparecido nunca del todo (Jue. 4:4; 1 S. 3:20; 9:9; 10:10-13; 19:20).
Amós, que tuvo visiones, es llamado «vidente» por el sacerdote de Bet-el (1 S. 7:12); pero Dios lo llama a un ministerio profético completo (1 S. 7:15).
Del profeta revestido del poder del Altísimo se dice que es «el varón de espíritu» (Os. 9:7), el inspirado. Como sucede con otros hombres que cumplen un ministerio público o privado, es el hombre de Dios, su instrumento, su mensajero; es un pastor del rebaño, un centinela, un intérprete de los pensamientos divinos.
Aunque todos los profetas hayan surgido de Israel, Dios, para el cumplimiento de Sus propósitos soberanos, ha concedido en ocasiones un sueño o una visión a un filisteo, a un egipcio, a un madianita, a un babilonio o a un romano (Gn. 20:6; 41:4; Jue. 7:13; Dn. 2:1; Mt. 27:19).
El Señor se sirvió incluso de Balaam, el adivino, a quien el rey de Moab le había pedido que maldijera a Israel (Nm. 22-24). Estos paganos entraron momentáneamente en contacto con el plan de Dios.
Para asegurar su realización, el Señor les otorgó un atisbo de revelación, pero nunca los incluyó entre Sus profetas. La aparición del ángel a Agar, a Manoa y a su esposa, y a otros, no les confirió este ministerio, reservado a hombres sometidos a la disciplina del Espíritu, y en comunión con Dios.
El Espíritu del Señor enseñaba a los profetas (1 R. 22:24; 2 Cr. 15:1; 24:20; Neh. 9:30; Ez. 11:5; Jl. 2:28; Mi. 3:8; Zac. 7:12; Mt. 22:43; 1 P. 1:10-11). La acción divina no está en conflicto con la psicología humana.
En ocasiones Dios se servía de una voz audible o de un ángel (Nm. 7:89; 1 S. 3:4; Dn. 9:21); pero por lo general daba Sus instrucciones mediante sueños, visiones y sugestiones que los profetas reconocían como de origen divino, externo a ellos mismos.
Estos hombres no estaban continuamente bajo la inspiración del Espíritu, sino que esperaban la revelación del Señor (Lv. 24:12). Su mente no puede identificarse con la de Dios (1 S. 16:6, 7).
Natán mismo estuvo de acuerdo con David en sus deseos de construir el Templo; pero tuvo que decirle después que Dios se oponía a este proyecto (2 S. 7:3). Los profetas sólo reciben las revelaciones en el momento elegido por el Señor.
Desde la época de Samuel, Dios fue dando profetas a Israel de una manera regular: varios de ellos son anónimos (1 R. 18:4; 2 R. 2:7-16).
Este ministerio parece que no cesó hasta la época de Malaquías. Al acercarse el tiempo de la primera venida de Cristo, se dejó oír de nuevo la Palabra profética (Lc. 1:67; 2:26-38).
Había profetas en la Iglesia en la época de Pablo (1 Co. 12:28). En contraste con los apóstoles y ancianos, no constituyen un grupo definido.
Hombres y mujeres (Hch. 21:9) comunicaban lo que Dios les había revelado por el Espíritu, anunciando ocasionalmente lo que había de suceder (Hch. 11:27-28; 21:10-11); especialmente, exhortaban y edificaban a la Iglesia (1 Co. 14:3, 4, 24).
Pablo aplica irónicamente el calificativo de profeta a un autor pagano que describió de manera magistral y verídica el inmoral carácter de los cretenses (Tit. 1:12).
(e) Llamamiento.
Es el mismo Dios el que llama al profeta (Am. 7:15), el cual conoce el momento preciso de esta revelación. Moisés estaba ante una zarza ardiendo cuando le vino el llamamiento (Éx. 3:1-4:17).
El niño Samuel recibió revelaciones particulares (1 S. 3:1-15) que lo prepararon para la carrera profética (1 S. 3:19-4:1).
Eliseo sabía de cuándo databa su llamamiento, y no ignoraba que había recibido una doble porción del Espíritu (1 R. 19:19, 20; 2 R. 2:13, 14).
Por lo general se cree que la vocación de Isaías coincide con su visión, en el año de la muerte del rey Uzías (Is. 6); pero es posible que recibiera su comisión mucho tiempo antes.
Esta visión marcaba el inicio de una etapa nueva y más importante de su ministerio; cfr. la visión del apóstol Juan mucho tiempo después de su primer llamamiento (Ap. 1:10); la de Pedro en Jope (Hch. 1:10); la de Pablo en Jerusalén(Hch. 22:17).
Igualmente, Ezequiel recibió mensajes (Ez. 33:1-22) años después de haber sido investido con el ministerio profético (Ez. 1:1, 4).
No sabemos nada del primer llamamiento recibido por Elías, pero lo vemos un tiempo más tarde (1 R. 19) recibiendo en Horeb un mandato particular.
Jeremías, consciente de su llamamiento, se resiste desde su mismo inicio (Jer. 1:4-10). Oseas hace alusión a la Palabra que el Señor le dirigió por primera vez (Os. 1:1).
Por lo que se refiere al llamamiento, sólo se registra un caso de instrumentalidad humana, en el de Eliseo (1 R. 19:19). En base al Sal. 105:15 se ha lanzado la sugerencia de que los profetas eran ungidos con aceite al comenzar su ministerio.
Pero el salmista se refiere, en este texto, a los patriarcas, a los que él denomina «profetas» según el uso entonces corriente (cfr. Gn. 20:7; 23:6).
En Is. 61:1, que también se cita a propósito de la unción del aceite, la referencia es a la unción del Espíritu. En 1 R. 19:16 se habla de la unción de Eliseo como profeta y de Jehú como rey.
Este último fue, efectivamente, ungido con aceite (2 R. 9:1-6). Por lo que respecta a Eliseo, su unción no es descrita; lo que Eliseo sí hace es tirar sobre él su manto como señal de su llamamiento al ministerio profético (2 R. 1:8; 2:9, 13-15).
(f) Forma de vida.
La Biblia se refiere sólo de manera incidental a la forma de vida de los profetas, que no difería demasiado de la de los demás israelitas.
El vestirse con pelo no era como asceta, sino de penitente, llorando por los pecados del pueblo (2 R. 1:8; Zac. 13:4; cfr. Mt. 3:4). En ocasiones, los hombres de Dios llevaban un cilicio sobre los riñones, con el mismo propósito simbólico (Is. 20:2).
La vestimenta de pelo no se ponía directamente sobre la piel, sino como manto sin mangas, sobre el cuerpo. Los profetas se alimentaban de frutos y de legumbres silvestres (2 R. 4:39; cfr. Mt. 3:4).
Recibían presentes en especie (1 S. 9:8; 1 R. 14:2, 3; 2 R. 4:42), o se les ofrecía hospitalidad (1 R. 17:9; 18:4; 2 R. 4:8, 10). Ciertos profetas, los que eran de la tribu de Leví, tenían derecho al diezmo.
Algunos de ellos, como Eliseo y Jeremías, eran de familias acomodadas (1 R. 19:21; Jer. 32:8-10). Gad, el vidente, así como otros hombres de Dios que también llevaban este título, fueron, posiblemente, receptores del apoyo real (2 S. 24:11; 1 Cr. 25:5; 2 Cr. 35:15).
Los profetas tenían por lo general una casa, al igual que sus contemporáneos (1 S. 7:17; 2 S. 12:15; 1 R. 14:4; 2 R. 4:1, 2; 5:9; 22:14; Ez. 8:1). (Véase PROFETAS [COMPAÑÍA DE LOS])
(g) Escritos.
A los profetas les tocó, asimismo, una tarea literaria: debían consignar por escrito la historia en que se habían movido, y sus mensajes proféticos.
Samuel, el vidente, Natán el profeta, y Gad el vidente, fueron los historiadores de los reinos de David y de Salomón. Ahías, de Silo, escribió una profecía (1 Cr. 29:29; 2 Cr. 9:29).
El profeta Semaías y el vidente Iddo (2 Cr. 12:15) referían los acontecimientos del reinado de Roboam. Iddo, el vidente, consignó los referentes al reinado de Jeroboam (1 Cr. 9:29).
Las memorias del profeta Iddo relataban el reinado de Abías (1 Cr. 13:22). Jehú, el hijo de Hanani refirió la historia de Josafat (1 Cr. 20:34; 19:2). Isaías describió el comienzo y fin de Uzías y registró la historia de Ezequías (1 Cr. 26:22; 32:32).
El canon hebreo clasifica entre los profetas anteriores a cuatro libros históricos: Josué, Jueces, los libros de Samuel, y Reyes. Es evidente que sus autores fueron «los videntes».
En la época de Isaías y de Oseas, ciertos profetas vinieron a ser grandes escritores, redactaron sus mensajes bien de una manera condensada, o bien de una manera muy detallada; en otras ocasiones nos han dado selecciones de sus discursos.
Estos hombres rendidos a Dios en comunión con Él mediante la constante oración eran aptos para recibir las revelaciones divinas (1 S. 7:5; 8:6; 12:23; 15:11).
Se aislaban periódicamente para poder percibir mejor las instrucciones de lo Alto (Is. 21:8; Hab. 2:1).
Ezequiel y Daniel recibieron revelaciones a la orilla de un río, donde posiblemente la apacibilidad favorecería la meditación espiritual (Ez. 1:3; Dn. 10:4). asimismo, fue durante la noche que Samuel oyó la palabra del Señor (1 S. 3:2-10).
El alma del profeta quedaba incesantemente abierta a la acción del Espíritu, que, sin embargo, no violentaba la personalidad del espíritu humano.
Ciertos hombres que poseyeron el espíritu de profecía no fueron oficialmente clasificados entre los profetas.
Los Salmos de David no fueron puestos entre los escritos proféticos, aun cuando había anunciado a Cristo.
Daniel, designado por el mismo Cristo como profeta (Mt. 24:15) era oficialmente un alto funcionario de los reyes de Caldea y de Persia, y no tuvo una función profética en el seno de la nación de Israel; es por esto que el canon heb. situó su libro entre los Hagiógrafos (escritos sagrados). (Véase CANON.)
El canon hebreo da el nombre de «profetas anteriores» a los libros históricos: Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes. Los escritos estrictamente proféticos a partir de Isaías reciben el nombre de «profetas posteriores».
Esta designación no se relaciona con la época de redacción, sino con el puesto que ocupan estos dos grupos de libros dentro del canon hebreo.
Los libros de los Reyes, por ejemplo, escritos después de Isaías, pertenecen al grupo de los «profetas anteriores». Hubo grandes profetas, como Elías y Eliseo, que no escribieron sus discursos.
En los comentarios modernos reciben el nombre de profetas oradores. Aquí y allá en la Biblia se hace alusión a las obras literarias de otros profetas que registraron sus predicaciones por escrito.
Se dan citas en los «profetas anteriores» u otros libros del AT.
Entre los «profetas posteriores», Oseas, Amós y Jonás predicaron en el reino del norte e incluso en Nínive (cfr. 2 R. 14:25).
Los otros ejercieron su ministerio en el seno de las tribus de Judá y de Benjamín, en tierra de Canaán, o en la tierra de su exilio. Incluyendo a Daniel, la clasificación cronológica es como sigue:
(A) Durante el período asirio, precediendo en poco la accesión de Tiglat-pileser (745 a.C.), y extendiéndose hasta la decadencia del poder de Nínive (hacia el año 625 a.C.): Oseas, Amós, Jonás, en el reino del norte; Joel, Abdías e Isaías, Miqueas, Nahum, en Judá.
(B) Durante el período babilónico, en Judá, del año 625 a.C., y hasta la caída de Jerusalén, el año 586 a.C.: Jeremías, Habacuc, Sofonías.
(C) Durante el exilio en Babilonia: Ezequiel, Daniel.
(D) Después del retorno del exilio: Hageo, Zacarías, Malaquías.
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