Actos de potencia, prodigios y señales.
El NT designa los milagros con los términos de:
(A) «dunameis», «poderes»,
(B) «terata», «prodigios, hechos asombrosos»,
(C) «semeia», «señales» (Hch. 2:22).
En efecto, el milagro es:
(A) Una obra de poder.
Los milagros en Egipto tuvieron como objeto mostrar a Faraón el poder de Dios (Éx. 9:16), lo mismo que los ejecutados en la conquista de Canaán continuaron manifestándolo ante los israelitas (Sal. 111:6). De la misma manera, la curación de Hch. 3:6, 12, 16 demostró el poder infinito del nombre de Jesús.
(B) Un prodigio que suscita el asombro.
Toda la naturaleza está repleta de manifestaciones inexplicables del poder y de la sabiduría de Dios (Ro. 1:19-20), y nuestro propio cuerpo es un verdadero «milagro ambulante» (pensemos sólo en el funcionamiento de nuestro cerebro).
Pero estamos tan habituados a ello que ya no nos causa asombro. Dios suscita en ocasiones prodigios inusitados para forzar al hombre a detenerse y a decir, junto con los magos de Egipto: «Dedo de Dios es éste» (Éx. 8:15; Mr. 2:12; 5:42; 6:51; 7:37; Hch. 3:10).
(C) Una señal.
El milagro no es un fin en sí mismo; dirige nuestra mirada hacia más lejos, para revelamos la presencia inmediata de Dios. Demuestra que el instrumento milagroso está en relación directa con el mundo espiritual, y viene a ser el sello de su autoridad como mensajero de Dios (Jn. 2:18; 3:2; 5:36; Hch. 14:3; 2 Co. 12:12).
Por tanto, los milagros forman parte de la revelación. Los milagros de Cristo han sido el Acto, en tanto que el Evangelio ha sido la Palabra. El Salvador no se limitó a enseñar, sino que actuó sobre el medio, y libró a los hombres de sus dolencias, físicas o morales.
Hay una estrecha relación entre las declaraciones de Jesús y sus acciones. Inmediatamente después de haber dicho «Yo soy la luz del mundo» dio la vista al ciego de nacimiento (Jn. 8:12; 9:5-7). Habiendo declarado: «Yo soy la resurrección y la vida», hizo salir a Lázaro de la tumba (Jn. 11:25, 43).
Todo su discurso sobre el pan de vida es un comentario a la multiplicación de los panes (Jn. 6:11, 26-58). Es después de haber sanado a un hombre que había estado enfermo durante treinta y ocho años que Jesús dijo: «Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo» (Jn. 5:5-19).
Los milagros efectuados por Moisés son asimismo señales de la soberanía de Dios, que tiene tanta autoridad sobre Faraón como sobre Israel (Éx. 4:5, 8-9). Cada una de las diez plagas debía producir este efecto: «Y sabrán los egipcios que yo soy Jehová» (Éx. 7:5).
La muerte de los primogénitos en particular es un juicio sobre todos los impotentes ídolos del país (Éx. 12:12). El milagro de las codornices demostró a Israel que el suyo era un Dios capaz de proveer a sus necesidades (Éx. 16:12). Así, se puede decir que los milagros tienen siempre un objeto espiritual; por ejemplo, Cristo rehusó deliberadamente llevar a cabo prodigios si no cumplían esta condición (Mt. 4:3-7; 12:38-40; 16:1, 4).
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