Vid. En la época bíblica, y aun antes de su ocupación por los israelitas, la Tierra Santa era un próspero viñedo (cf. la ofrenda de → Melquisedec en Gn 14.18, y el informe de los espías en Nm 13.20, 24). Los principales productos de su suelo eran los cereales y el mosto (Gn 27.28), y la vid y la higuera su principal característica vegetación (1 R 5.5).
Se destacaban varias regiones por la alta calidad de sus vides, tales como → Escol, → Engadi (Cnt 1.14), Sibma (Jer 48.32), etc., y el sueño dorado del israelita nómada era sentarse bajo su propia vid o bajo su propia higuera (1 R 4.25).
Es por eso que la vid tiene un papel importante en el lenguaje figurado. Con la vid se comparan al pueblo de Israel (Jer 2.21; Ez 15.6; 19.10–14; Os 10.1; Sal 80.9–17), al impío (Job 15.32s), a la mujer del justo (Sal 128.3), a Moab (Jer 48.32) y al rey Sedequías (Ez 17, donde la primera águila, Nabucodonosor, designó o «plantó» a Sedequías como rey en Jerusalén). El cultivo de la vid demandaba cierta pericia y mucha mano de obra para la siembra, cercado, labranza, cosecha, etc. (cf. Mc 1.12). Había que podar la vid cada año (Lv 25.3; Jn 15.2).
Jesús se llama a sí mismo la vid verdadera (Jn 15.1–8), cuyos → Pámpanos son los discípulos, figura que pone de manifiesto la íntima unión que existe entre Él y ellos. Lo que Israel no pudo dar a Dios, Jesús se lo da. Él es la vid que produce, la cepa auténtica digna de su nombre.
Él es el verdadero Israel. Su Padre lo plantó, lo rodeó de cuidados y lo podó a fin de que llevara fruto abundante (Mt 21.22; Jn 15.1ss). En efecto, produce fruto dando su vida, derramando su sangre, prueba suprema de amor (Jn 15.13; 10.11, 17); el → Vino, fruto de la vid, es la señal sacramental de esta sangre derramada para sellar el nuevo pacto; es el medio de participar del amor de Jesús, de permanecer en Él (Mt 26.27ss; Jn 6.56; 15.4, 9).
Cristo, el auténtico tronco de la vid invita, llama a todos los hombres, por el amor del Padre y del Hijo, a ser miembros de la vid verdadera, aunque Jesús mismo elige a los que han de ser sus miembros; no son ellos los que eligen (15.16).
Por esta comunión se convierte el hombre en pámpano de la verdadera cepa. Vivificado por el amor que une a Jesús y a su Padre, lleva fruto, lo cual glorifica al Padre. El creyente así participa en el gozo de Jesús que está en glorificar a su Padre (15.8–11). Tal es el verdadero misterio de la vid: expresa la unión fecunda de Cristo y la Iglesia, así como su gozo permanente, perfecto y eterno (cf. 17.23).