(gr. «episkopos», «supervisor»).
En la LXX este término designa a un supervisor oficial, civil o religioso, como el sacerdote Eleazar (Nm. 4:16) y los oficiales del ejército (Nm. 31:14).
En el NT, este término aparece por primera vez en la exhortación de Pablo a los ancianos o presbíteros de la iglesia en Éfeso: «Mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos» (o supervisores; Hch. 20:17, 28).
En este pasaje y en otros, Pablo emplea estas palabras «anciano» y «obispo» para designar a las mismas personas (cfr. Tit. 1:5-7). El primer término designa la dignidad de la edad, en tanto que el segundo denota la dignidad de la función ejercida.
En cambio, se hace una clara distinción entre el obispo y el diácono (Fil. 1:1; 1 Ti. 3:1-8). Empleando el término «episkopeõ», Pedro exhorta de la siguiente manera a los ancianos: «Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella...» (1 P. 5:2).
A Cristo se le aplica el nombre de obispo: «Habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas» (1 P. 2:25).
Ya en vida de los apóstoles había numerosas tendencias, en el seno de la cristiandad, que se apartaban de la obediencia a las instrucciones dadas por el Señor por medio de ellos, tanto en doctrinas como en práctica (cfr. Gálatas, 1 Corintios, Colosenses, etc.).
Lo mismo sucedió después de la muerte de los apóstoles. Ya pronto se empezó a hacer una distinción, inexistente en las Escrituras, entre los ancianos o presbíteros y los obispos. En el siglo II se menciona esta diferencia en las epístolas de Ignacio, que murió en el año 107 (o 116).
Jerónimo nos ha dejado un elocuente testimonio del estado de cosas que condujo a la ascensión del régimen episcopal: «En los antiguos, obispos y presbíteros es lo mismo, porque lo primero es el nombre de la dignidad, y lo último de la edad» (Epístola a Oceano, Vall. 69, 416).
Y en su epístola a Evangelo cita Fil. 1:1; Hch. 20; Tit. 1:5, etc.; 1 Ti. 4:14; 1 P. 5; 2 Juan y 3 Juan, usando un lenguaje muy enérgico, y dice textualmente: «que después se eligiera uno que estuviera por encima (lat.: «praeponeretur») de los demás, se hizo como remedio para los cismas, no fuera que al ir cada uno a atraer hacia sí la iglesia de Cristo la fuera a dividir».
Jerónimo amplifica en este y otros escritos el testimonio de que la elección de un obispo presidente entre los ancianos fue una disposición no sacada de las Escrituras, sino hecha por conveniencia, debido al clericalismo en que se había caído ya en aquel entonces, y que iría creciendo en el posterior desarrollo de la historia de la Iglesia, hasta culminar en el papado católico.
En el Concilio de Trento, en el siglo XVI, la iglesia romana proclamó que «los obispos, sucesores de los apóstoles, son establecidos por el Espíritu Santo para gobernar la Iglesia de Dios, y son superiores a sus presbíteros o sacerdotes».
La postura de la iglesia de Roma es que los ancianos, que habían sido establecidos en el ministerio, dirigían las asambleas regionales. También supone la iglesia de Roma que, al haber aumentado el número de comunidades, los apóstoles, necesitados de ayudantes, nombraron a supervisores de distritos, que quedaron designados como sus sucesores. Éste, según Roma, hubiera sido el caso de los ángeles de las siete iglesias.
Según la Iglesia Anglicana, Jacobo el hermano de Jesús, en Jerusalén, los ángeles de las siete iglesias, Timoteo y Tito, eran los que ejercían estas funciones. Sin embargo, se tiene que señalar que, cierto como es que los apóstoles enviaban a delegados personales con su autoridad, no hay indicación alguna en las Escrituras de que esta autoridad pudiera ser dada a sucesores.
El motivo alegado del oficio episcopal es mantener el cuidado de la iglesia. No obstante, se tienen que hacer las siguientes observaciones:
(a) Los apóstoles establecían los ancianos y diáconos con su propia autoridad, bien directamente ejercida, bien delegada en personas que tenían este encargo de manera formal.
Es evidente que las iglesias no tenían facultad para efectuar tales nombramientos, por el hecho mismo que Timoteo y Tito fueron encargados de tal misión en las iglesias a las que fueron enviados (1 Ti. 1:2; 3:1-15; Tit. 1:5 ss.).
Es evidente que la desaparición de los apóstoles en su singular carácter dio también la desaparición de los ancianos y diáconos como cargos que habían sido establecidos en la naciente iglesia por la insustituible autoridad apostólica.
(b) La disposición del régimen episcopal no tuvo su origen en la obediencia de las Escrituras, sino en un intento humano de atajar tendencias cismáticas; surgió, por tanto, como consecuencia de las fuertes tendencias al clericalismo. En último término, y visto desde una perspectiva histórica, resultó peor el remedio que la enfermedad.
(c) Las Escrituras no encomiendan la iglesia a los obispos o ancianos como remedio para los males que habrían de sobrevenir, sino que los señala como futuras causas de aquellos males.
En efecto, Pablo, en su conmovedora despedida de los ancianos de Éfeso, les dice: «Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño.
Y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos... Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados» (Hch. 20:29-30, 32, etc.).
Este es el recurso que Dios ha dado a los suyos, un recurso pleno y eficaz. Él mismo, y la Palabra de Su gracia. Los apóstoles, y todo lo que ellos comportaban, cumplieron su cometido histórico, estableciendo los cimientos de la Iglesia, y dando a los creyentes la Palabra de Dios y la esperanza viva del retorno de Jesucristo.
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